Un mecenas español en el Nápoles del XVII

Por Andrés Merino

De entre el nutrido elenco de hombres de estado que jalonan la vida política, cultural y militar de la Monarquía de España en la Edad Moderna no suelen destacarse los virreyes, auténticos alter ego de los monarcas en reinos y territorios. En la mayoría de los casos, su gobierno no consistió en la mera administración de territorios incorporados por herencia o victoria bélica, sino en el más admirable fomento de su desarrollo en todos los ámbitos. Es el caso de Pedro Fernández de Castro, cuyo papel en el Nápoles de principios del siglo XVII, bajo el reinado de Felipe III, ha estudiado minuciosamente Isabel Enciso en una tesis doctoral que, dirigida por José Alcalá-Zamora, ve la luz en un volumen de cuidada edición.

La obra se ha construido sobre tres grandes pilares que articulan interesantes líneas de investigación. A los dos primeros no podemos sino hacer una breve pero muy positiva alusión: por un lado, la presentación del virrey como miembro de la nobleza, estamento de indudable protagonismo humano en la sociedad de la época. Por otro, los complicados pero bien descritos mecanismos de ejercicio del poder cortesano en el vicariato de las potestades regias. Pero el tercero y más amplio, dedicado al mecenazgo cultural, constituye una apuesta verdaderamente sugerente para el mejor análisis y debate.

Pedro Fernández de Castro es un auténtico paradigma del mecenas español del XVII. Las coordenadas históricas del conde, tanto personales como políticas, le situaron en un contexto en el que no podía dejar de construirse una trayectoria singular. En lo geográfico, el sur de la península italiana, aquél Nápoles depositario de la romanidad, que desde la Baja Edad Media se había convertido en objeto de la ambición política de nacientes pero ya poderosos estados europeos. En los artístico, con tal herencia de la Antigüedad y con en entonces reciente legado renacentista, no es extraño que la autora hable -usando una terminología actual- de un Nápoles «plural» en su lenguaje cultural, definiéndola como «capital de la cultura». Tampoco sorprenden sus descripciones y reflexiones sobre la música o teatro cortesano de la época, así como filosofías y creaciones científicas. Todo ello nos hace concluir en buena lógica que el virrey no llegó a una tierra precisamente yerma de espíritu estético.

El virrey era consciente de la capacidad de propaganda y persuasión de las formas de expresión cultural, y logró que el arte y la literatura de su corte consolidaran la imagen de la monarquía que representaba, objetivo lógico de su tiempo. No es extraño que bajo su mandato se idease el valioso programa iconográfico del nuevo palacio real napolitano, que hacía alusión al origen histórico del virreinato, de la época del Gran Capitán, o a hitos de la expansión mediterránea de la Corona de Aragón y gestas de la Casa de Austria. Pero mientras tanto contribuía al mejor desarrollo del espíritu creativo de sus gobernados con medidas arriesgadas como la aprobación de la Accademia degli Oziosi, una institución protectora de lo que Enciso define como «ese incipiente gusto barroco por la argumentación retórica», un espacio de convivencia e intercambio cultural en el que incluso podía criticarse el ejercicio de su poder. Aquella mentalidad -que hoy podríamos calificar como abierta- recibió elogios y dedicatorias de escritores italianos y españoles.

El Conde de Lemos murió en 1622, ya alejado del poder perdido por su tío el Duque de Lerma. Olvidados los fastos cortesanos, quedó al menos para la historia cultural su relación con Cervantes, Lope de Vega y Góngora o su admiración por Caravaggio.

Nobleza, Poder y Mecenazgo en tiempos de Felipe III.
Nápoles y el Conde de Lemos
Isabel Enciso Alonso-Muñumer
Madrid, Editorial Actas, 873 págs

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