25 chefs interpretan algunas obras maestras de la pintura en clave gastronómica.

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha mostrado siempre interés por el mundo de la cocina. Por un lado, ofrece desde hace tiempo al visitante un recorrido gastronómico a través de algunas obras de la colección permanente; por otro, la Tienda del Museo ha desarrollado la línea Delicathyssen en la que se incluyen productos locales de excelente calidad (aceite, chocolate, vino, conservas…). A partir de ahí, surge la idea de realizar una publicación de carácter culinario; un extraordinario recetario configurado por 25 platos ideados por otros tantos chefs españoles de renombre; un diálogo entre arte y gastronomía; un viaje a través del gusto, entendido como sentido y como estética.

Los chefs seleccionados han recorrido las salas del Thyssen buscado inspiración en una pintura del museo. Cada uno de ellos ha elegido una obra y realizado una receta. No se ha buscado una traslación literal de la obra al plato, sino una inspiración que pudiera aparecer a través del tema de la obra elegida, la textura del material utilizado por el artista, los colores…

Cada cocinero explica, en un breve texto, por qué ha elegido esa obra y qué elementos del cuadro le han llevado a crear ese plato. Después está la elaboración de la receta con el listado de ingredientes, acabado y presentación.

Chefs participantes y obras de la colección elegidas por cada uno de ellos:

Andoni Luis Aduriz – Lucio Fontana, Venecia era toda oro, 1961
Samy Alí – Max Pechstein, Verano en Nidden, hacia 1919-1920
Víctor Arguinzoniz – Asher B. Durand, Un arroyo en el bosque, 1865
Juan Mari y Elena Arzak – Piet Mondrian, Composición de colores, 1931
Sura Ascaso – Juan de Flandes, Catalina de Aragón (¿), hacia 1496
Oriol Balaguer – Sonia Delaunay, Vestidos simultáneos, 1925
Martín Berasategui – Jacob Philipp Hackert, Paisaje con el palacio de Caserta y el Vesubio, 1793
Juan Manuel de la Cruz – Joan Miró, Pintura sobre fondo blanco, 1927
Quique Dacosta – Max Beckmann, Quappi con suéter rosa, 1932-1934
Andrea Dopico- Petrus Christus, La Virgen del árbol seco, hacia 1465
Lucía Freitas – Georgia O’Keeffe, Lirio blanco, n. 7, 1957
Gonzalo García y Luis G. Búa- Friedrich Vordemberge-Gildewart, Composición n. 104. Blanco sobre blanco, 1936
Diego Guerrero – Mijail Larionov, El panadero, 1909
Sacha Hormaechea – Jackson Pollock, Marrón y plata, hacia 1951
Ángel León – Paul Klee, Omega 5 (Objetos de imitación), 1912
Roberto Martínez Foronda – Salvador Dalí, Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un instante antes del despertar, 1944
Paco Morales – Jasper Francis Cropsey, El lago Greenwood, 1870
Toño Pérez – Domenico Ghirlandaio, Retrato de Giovanna degli Albizzi Tornabuoni, 1489-1490
Albert Raurich – Nicolas Lancret, La tierra, antes de 1732
Roberto Ruiz – Natalia Goncharova, El bosque, 1913
Carme Ruscalleda – László Moholy-Nagy, Segmentos de círculo, 1921
Jesús Sánchez – Pablo Picasso, Arlequín con espejo, 1923
Ricardo Sanz – Edgar Degas, Caballos de carreras en un paisaje, 1894
Paco Torreblanca – Wassily Kandinsky, Tensión suave n. 85, 1923
Manuel Urbano- Mark Rothko, Sin título (Verde sobre morado), 1961

Prólogo del El Thyssen en el plato de Guillermo Solana, director artístico del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

Entre las deliciosas sátiras de Borges y Bioy Casares en sus Crónicas de Bustos Domecq, hay una (“Un arte abstracto”) que pretende ser una historia de la cocina de vanguardia en el siglo XX. Una historia apócrifa e irónica, por supuesto. En busca de una cocina puramente culinaria, por fin emancipada del aspecto visual y de los “platos bien presentados”, el pionero Pierre Moulonguet reduce todos los alimentos a “una grisácea masa mucilaginosa”. Otro avanzado, un tal Darracq, dará un paso aún más radical: en su restaurante sirve platos con sus colores de siempre pero, en el momento decisivo, con un gesto duchampiano, apaga la luz.

Los chefs que han participado en este libro no son de la escuela purista de Moulonguet y Darracq y nos ofrecen un fantástico despliegue de la cocina como arte visual, a través de una asombrosa variedad de maneras de servir el Thyssen en la mesa. Algunos de ellos crean réplicas muy literales del cuadro en el plato; Carme Ruscalleda recomienda incluso un plato rectangular “para recrear con más detalle” un Moholy-Nagy. O Paco Torreblanca con su tarta kandinskiana. A veces la afinidad se concentra en una técnica, como el dripping pollockiano de Sacha Hormaechea. O en un detalle en trompe l’oeil, como la piel de tigre de un cuadro de Dalí simulada con tinta de calamar sobre láminas de boniato fritas por Roberto Martínez Foronda. A todo esto, hay casos de heterodoxia manifiesta, como el “Mondrian” de ostras de Juan Mari y Elena y Arzak donde juega un gran papel el color verde, rigurosamente proscrito por Mondrian, qué escándalo.

Pero la conexión entre cuadro y plato no tiene por qué ser el color ni la forma. La mejor “traducción” de un paisaje boscoso puede ser un plato de setas, según demuestran en sus respectivas creaciones Víctor Arguinzoniz y Paco Morales. El reverso de la cocina como arte visual sería la pintura como arte gastronómico. ¿A qué saben los cuadros? Los cuadros producen emociones y la tarea del cocinero, como dice Samy Alí, es “trasladar emociones a sabores”.

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