- Revista de Arte – Logopress - https://www.revistadearte.com -

República; Juan Luis Moraza en conversación con João Fernandes

« J’avais toujours bien pensé que nous n’étions pas assez vertueux pour être républicains »

« Yo siempre he pensado que no éramos suficientemente virtuosos para ser republicanos »
Jacques-Louis David
In Étienne Jean Delécluze, Louis David son école et son temps, 1855, p.230

La antológica que Juan Luis Moraza (Vitoria 1960) presenta en el Museo Reina Sofía bajo el título república, reúne una selección de sus obras desde 1974 a 2014 estructuradas en diferentes situaciones que “interrogan” al Museo como sistema de convenciones y de reglas.

Joâo Fernandez – Estamos preparando una exposición antológica de tu trabajo a partir de una palabra que has elegido para su título, la palabra «república». ¿Cómo has llegado a esta palabra?

Juan Luis Moraza- Las palabras son siempre la punta visible de un iceberg de experiencia. Este título surgió recordando una conferencia del año 93 titulada “república de reflejos”, -a partir de una colección sobre collages y fotomontaje- sobre lo que podrían ser en la experiencia moderna, unas “estéticas de discontinuidad”, de pasajes, transiciones, ensamblajes y fracturas. Pensé que la noción de república tenía que ver con una dimensión literalmente política, como una forma concreta de gobierno, pero como modelo de organización descentralizada, participativa, esa dimensión política se extiende a todo tipo de organizaciones: si una obra de arte básicamente es una materia organizada, sus relaciones constituyentes funcionan también como un campo de valores, como un ejemplo de estructura. Sólo así contiene el potencial para generar o involucrar relaciones con el contexto y con el espectador.

Cuando comenzamos a pensar la exposición, el título “república” convenía tanto a cierto modo personal de hacer y sentir el arte, como a la posibilidad de mostrar un conjunto de obras que no participan de una homogeneidad ni material, ni técnica, ni estilística, ni temática, pero que, en su diversidad, comparten de forma latente ciertos aspectos, ciertos modos. De hecho, cuando hace unos tres años comencé a trabajar con el museo en esta exposición, mi primera propuesta, ya con ese título, fue desarrollar tres series de obras anteriores: -“repercusiones”, “implejidades”, y “software”- comenzadas en los últimos años, que rodeaban de forma latente un espacio donde cuerpo, sujeto y vínculo se reflejaban en una encrucijada común. La noción de república servía para desarrollar esas tres series en una especie de confederación de reflejos. El nuevo contexto del proyecto de exposición me permitía la posibilidad de constatar faltas y de completar las series.

Progresivamente, en nuestro trabajo común de organización de la exposición, a sugerencia tuya, acordamos incluir obras muy anteriores. Evité la posibilidad de realizar una exposición retrospectiva, pues no quería renunciar al proyecto original, en el que las obras se vertebraban alrededor de esa noción expandida de “república”. Por lo que, finalmente decidimos escoger obras que considerásemos activas en el establecimiento de esta “república”, ignorando cualquier restricción temporal. El resultado es por ello heterogéneo, multivocal, colectivo. Pues, si son las obras las que hacen al autor, uno es un autor diferente cada vez que concluye una serie, por lo que cualquier introspección es necesariamente colectiva.

JF – Creo que una de las primeras exposiciones públicas de visita pagada ha ocurrido el contexto de la joven República francesa, cuando Jacques-Louis David presenta sus Sabinas, una pintura monumental, en el Louvre… Por primera vez un artista produjo una exposición para los ciudadanos que pagaban entrada para verla. Con ello se asumía también una nueva economía, porque es la economía burguesa la que se manifestaba en esa primera exposición republicana de David… David ha sido siempre un publicista de la República: esa relación entre arte y república es una relación celebratoria monumental, como sus pinturas.

Los vestigios que tenemos de la república romana también los conocemos por un arte de la monumentalidad. Cuando presentas tu trabajo a partir de la palabra “república” vas a diferir de la tradición monumental celebratoria con que el arte se ha articulado con esa palabra. La república va a ser un passepartout para tu relación con la institución museo, una estrategia para construir dentro de la institución un espacio de libertad para tu obra también. Es como si esa palabra te permitiera construir una comprensión dentro de un universo de convenciones que es la institución, el museo. ¿Será “república” más un passe-partout o más un escudo de protección, en relación a la institución museo?

JLM – Yo creo que ambas cosas. En cierto modo la institución en sí misma también es un passe-partout para el arte, tanto como el arte es un passe-partout para la exposición. Pues la institución legitima como arte aquello que la legitima como institución …y el arte legitima como institución aquello que lo legitima como arte. Es que has dicho muchas cosas muy evocadoras, así que voy a intentar repasarlas. En primer lugar, es cierto que la exposición como tal, -es decir, abierta al público- nace al mismo tiempo en que -por primera vez-, la propia ciudadanía se convierte en protagonista de su propia historia: La “cosa pública” irrumpe ceremonialmente para el mundo moderno a partir de la Revolución Francesa, y la exposición es uno de los modos monumentales en los que el pueblo celebra y representa su toma de poder. La exposición se instituyó como el reverso o el contradiscurso de la imposición.

La tradición monumental clásica representaba la impostura de una figura de autoridad en el espacio de lo público, mientras que en la exposición, al menos ceremonialmente, lo público se instala a sí mismo como espacio de representación. Las estrategias monumentales, tras la Revolución Francesa, ya no podían escenificar la imposición de una legitimidad descendente -de dios al monarca, y de sus comisionados al ciudadano- …sino que debían someterse a una nueva lógica monumental que escenificase una legitimidad ascendente -de los ciudadanos a sus representantes, y de estos a su Constitución-. La imposición monumental resultaba insostenible, provocadora, anti-republicana …Pero una vez instituido el triunfo de la revolución, cada república aspira a evitar una futura revuelta antirrevolucionaria. Los monumentos, así, no sólo glorificarían los nuevos principios republicanos, sino que instaurarían los nuevos símbolos en los viejos espacios simbólicos, mediante procedimientos autoinmunes. Citabas a David y yo me acordaba de Antonio Canova, otro gran publicista monumental de la post-revolución revolucionaria. Pues Canova inaugura la monumentalidad moderna de acuerdo a esa escenificación de una legitimidad ascendente que se vehiculará a través de los dispositivos de exposición. Desde el inicio del XIX, los monumentos se rodean de escaleras y accesos, y lo que es más importante, de mecanismos representacionales que sugieren un espacio intermedio entre la estela de idealidad del espacio del monumento, y la realidad del espacio del ciudadano: figuras anónimas, ofrendas y objetos que parecen simplemente apoyados en el pedestal. A finales del XIX, el escultor Hildebrand, abiertamente antimoderno, defensor de la idealidad neoclásica del arte, anti-rodiniano por excelencia, achaca a Canova ser el responsable de la máxima decandencia del arte moderno, que él cifra precisamente en esos procedimientos escénicos de accesos virtuales. Porque dice, ha llenado la ciudad con monumentos que introducen elementos de la vida cotidiana en el espacio intermedio del pedestal que no se sabe si pertenecen a la representación o a la vida, que no se sabe si son reales o representaciones monumentales. Es curioso que esta definición antimoderna de Hildebrand, al final del siglo XIX, será la que un par de décadas después, adopta Duchamp para definir el ready-made, como una escenificación de la arbitrariedad e indiscernibilidad entre el monumento y la vida, cuando precisamente lo común entra directamente a formar parte del monumento del templo del arte.

Creo que está bien visto lo que dices. Si mi exposición participa en cierto modo de esa lógica de la celebración republicana, bueno, no más ni menos que las paradojas de la exposición dentro del arte y la compleja sociedad contemporánea. Creo que es muy importante cifrar la aparición de la exposición en ese momento de la emergencia del pueblo como representante de sí mismo. Vivimos hoy en día en los epígonos de ese proceso. Esa lógica de la autorrepresentación social se ha hiperrealizado hasta un punto de extrema perversión; La idea de que el pueblo decide, que los ciudadanos son los responsables de su propio destino, etc., sufre hoy una crisis absoluta de legitimidad porque sabemos que la opinión pública está sometida a la fuerza de poderosos mecanismos de construcción de opinión. Del mismo modo que, en términos industriales y materiales, los medios de producción determinan el producto, los poseedores y administradores de los medios de producción de opinión detentan el poder de la inducción, en sociedades basadas en la participación ciudadana, es el poder fáctico legitimado. Se produce una “asimetría de la influencia” que hace que los sistemas de propaganda se hayan hecho tan sofisticados y poderosos que pensar que un ciudadano es libre en sus elecciones, resulta impensable, ingenuo o cínico. Las paradojas de la democracia comienzan en el abismo entre lo público y la publicidad. Son las paradojas de ese proceso que comienza en el paso de la imposición a la exposición, y que concluye en la llamada “superación del arte” -una especie de “instalación ubicua” que supone una regresión a la lógica de la imposición. Porque no es que el arte haya realizado el sueño moderno de la fusión entre el arte y la vida sino que, -conservando plenamente sus estatutos, sus privilegios y sus instituciones- se escenifica una situación de indiscernibilidad que supone un expolio del capital simbólico del arte, en nombre de su superación. La indiscernibilidad entre arte y realidad no protege contra las ficciones de la representación, sino que nos involucra en un nuevo juego ficcional en el que el arte -como en la República de Platón, o bien queda al servicio de las significaciones sociales, o bien es excluido. Asistimos, pues, a otro proceso totalmente diferente. Digamos que la celebración de la república en mi caso es más bien una advertencia.

JF – Una cuestión en la historia política de las repúblicas es siempre la cuestión de la representatividad. Una cuestión transversal de toda la historia del arte a partir de la herencia aristotélica que definió las convenciones y sus rupturas en el arte occidental, es la representacionalidad. Tú articulas las dos, representatividad y representacionalidad, en la estructura de esta exposición como siempre lo hiciste en varios momentos de tu obra. ¿Son para ti como torsiones de una cinta de Moebius?

JLM – Sí, ciertamente. Yo creo que son la misma superficie torsionada. Existe una conexión profunda entre la representación como una relación con lo real, y la representación como una relación con los demás. Se trata de dos modos de mediación, y entre ellos se establece a su vez otra mediación. La representación es un sistema de correspondencias entre el lenguaje y el mundo, entre la realidad y lo real …y simultáneamente un sistema de correspondencias entre el sujeto y la sociedad, entre lo real del sujeto y la constitución simbólica. En el caso del arte, esta red de mediaciones se produce en su punto álgido: como ornamento y monumento, el arte existe en el núcleo mismo de la representatividad social; como acontecimiento y vínculo, el arte intensifica la singularidad subjetiva e intersubjetiva. Entiendo que nuestro trabajo siempre opera entre la representación artística y la representatividad social. De un lado supone la máxima exploración personal –pues la elaboración artística es constitutiva de la subjetividad-; y de otro, sólo existe como vocación social –pues el arte es constituyente de la cultura, independientemente de las temáticas, independientemente digamos de los destinos de la obra dentro de la cultura.

Para comprender mejor estas duplicidades, se me ocurrió acuñar la palabra “represencialidad”. Porque entendía que la representación independientemente de la cuestión digamos paradigmática en términos sociológicos, de la relación entre un significante y aquello a lo que se refiere, también tenía que ver con la presencia, metafórica y metonímica, de un sujeto en la representación. No es que “donde hay humo, hay fuego”, sino que, como diría Lacan, “donde hay humo hay alguien”. La obra de arte existe como presencia en cuanto objeto, pero esa presencia, en tanto acontecimiento, intensifica la presencialidad de quien se encuentra con ella. Mas al mismo tiempo, en tanto percibida en relación a cierta autoría, hace presente algo de lo real del sujeto. No es que “represente” al autor, sino que hace presente, hace presencia del autor, al modo en el que los ocellos en las alas de las mariposas hacen presente -a los ojos presenciales de un insecto o un pájaro- un ser vívidamente percibido, aún inexistente en realidad: No son ojos porque te miran, sino porque provocan en tí la vívida sensación de estar siendo mirado. Digamos que una obra sólo existe porque hay un autor de elaboración a un lado, y hay un autor de interpretación al otro, que no se conectan entre sí. Ambos se conectan con la experiencia de una obra, en su presencialidad. La idea de represencialidad explica mejor el universo de las imágenes y los objetos que los humanos hemos realizado en toda la historia, desde las más indiciales hasta las más convencionales, desde lo más abstracto a lo más icónico, desde la mímesis hasta la personificación, es decir, el uso de atributos corporales para representar categorías abstractas, como una nación.

Cuando comenzamos a organizar las obras para la exposición república pensé que la representación, entendida como crisis, podría ser el núcleo organizador, tensionado en un extremo por la noción de representatividad -en obras más ligadas a aspectos sociales, culturales, monumentales, de representación social- …y en otro extremo por la noción de represencialidad -en obras más ligadas a aspectos corporales, psíquicos, expresivos, de representación personal.

Y me parecía que la exposición podría concentrarse a lo largo de esa idea múltiple de crisis de representación como una especie de curvatura espaciotemporal, que de nuevo es una cinta de Moebius, o mejor una botella de Klein, en una doble curvatura espaciotemporal, una curvatura representacional donde el sujeto y la sociedad aparecen, comparecen en la propia obra. Alrededor de estos vectores fue organizándose la elección de las obras para la exposición, y el propio mapa conceptual para ella.

Por lo demás, las obras implican un vínculo con la realidad a la que refieren, establecen correspondencias simbólicas abiertas entre los elementos perceptivos, afectivos y conceptivos que componen lo que llamamos realidad. La cuestión representacional no queda resuelta ni siquiera cuando lo real se integra como material o como contexto, pues incluso en ese caso lo real se incluye en la representación, regenerando esa indiscernibilidad entre mundo y lenguaje que es propia de los naturalismos. En la sociedad contemporánea, la cuestión de la representación implica una renovada puesta en crisis de los sistemas mediante los cuales se afianzan los significantes que instituyen el sentido de la realidad. En el presente proyecto, la noción de república se introduce como instrumento metonímico y metafórico, para una reflexión sobre la institución del realismo en las sociedades contemporáneas. Ello incluye los términos en los que la representación se desarrolla sumergida en un sistema que se presenta como realidad, desde la presencialidad del realismo cinematográfico, a la teatralidad de la representatividad política, y desde el “realismo social” de la publicidad, hasta las imposturas más radicales de unas estéticas sociológicas basadas en la noción de un servicio público, y que convierten el arte en un sistema de contenidos sociales -temáticas populares, incluso populistas, similares a programas de obra social- y medios plásticos propios del registro -archivos, documentos, pruebas y evidencias, fotorrealismo audiovisual, intervención “directa” o “no-representacional”, etc. Se trata, en cierta medida, de la suplantación de una “sensibilidad contextual” heredada de la tradición moderna, por unas “estéticas contextuales”, que convierten el contexto en un contenido, en una figura icónica, cuando no en un elemento ornamental.

JF – En tu trabajo el dispositivo expositivo ha sido siempre una condición ontológica y al mismo tiempo representativa una obra. Muchas veces la obra es una exposición y la exposición es la obra, Construyes dispositivos expositivos clásicos como los conjuntos de objetos que presentas en pedestales, en vitrinas, utilizando todo un mobiliario clásico de la exposición. En esos casos, la exposición no es sólo la obra pero también es una convención que te interesa apropiar. Eso puede ser metonímico de una idea de república también. Se identifican convenciones públicas compartibles entre quién produce el discurso y quién se confronta con ese discurso. Se subraya la convención que junta los dos interlocutores, la co-presencia de uno y de otro en el espacio expositivo… ¿La exposición como convención es un tema en tu obra?

JLM – Yo no sé si lo diría como convención, pero sí como oportunidad. Entiendo que la exposición es una especie de unidad en sí misma. Como conjunto, se constituye como algo que aporta algo a las obras que contiene. Y en cierto modo desvela algo de las obras individuales, porque permite asistir de una manera más precisa a procesos latentes. Y al mismo tiempo, es cierto que -de una manera consciente o no- la exposición como tal, tiene una importancia. Como decía el poeta George Owen, “el poema hace a las palabras”. En la propia elaboración, son las relaciones entre obras las que van configurando la obra. Y son las relaciones entre las obras las que fabrican la exposición, pero la exposición dota de propiedades a las obras que las obras separadas no tienen. Una exposición, una colección o un museo, contaminan de significaciones a las obras que contienen porque establecen relaciones nuevas que no estaban presentes antes de que la obra existiese en ese contexto. Cada exposición supone un corte en la continuidad de un proceso, pues irrumpe lo público. En cierto sentido las obras no lo son completamente hasta que por primera vez están expuestas, lo que implica en primer lugar una deliberación –al dar las obras por exponibles-, y en segundo lugar, una transformación –al someterlas a una mirada externa, ajena a las elucubraciones personales. La exposición pública es el momento crítico, el límite entre el arte y su realización.

Por otra parte, casi desde el inicio, y de un modo muy consciente, uno de los asuntos más fundamentales en mis elaboraciones en el arte, que ha ido apareciendo a partir de las obras, tiene que ver con la cuestión de los límites, como una exploración concreta sobre la relación constituyente que una obra tiene con su contexto. Mi formación de pintor me condujo al encuentro con el arte contemporáneo, lo que supuso a mis 17 años, una discusión profunda y radical de los medios expresivos. El arte conceptual y el minimalismo me hicieron poner en crisis la naturaleza misma de la pintura, sus procedimientos, sus condiciones materiales y contextuales… Y desde ese momento, la cuestión de los límites se convirtió en algo fundamental. Supuso cuestionar la fisicidad material de la pintura como objeto, la falta de neutralidad de la técnica, la forma del lienzo, la relación con el espacio real …todo ese cuestionamiento había sido la sustancia de las vanguardias históricas. Llevar al límite esta preocupación por el límite, me hizo ver las cosas desde otra perspectiva. Es cuando empiezo a preocuparme sobre esos dispositivos que han funcionado como contextos por defecto y que habían sido ceremonialmente evitados por las vanguardias- los marcos y de los pedestales. Ello me colocó en una posición muy particular, pues para la tradición moderna, esos dispositivos, y sus funciones, representaban explícitamente el orden jerárquico del “Antiguo Régimen” por lo que debían ser inexcusablemente abolidos: la pintura debía expandirse por el muro, la escultura no debía apoyarse en un pedestal, el arte debía suceder en la calle, fuera de los muros imperiales del museo…

JF – O en el suelo…

JLM – La ocupación del suelo, o del muro, o del espacio de la ciudad, como objetos exentos de representación que nos librarían de la mediación para situarnos en la inmediatez de la experiencia, eso que es la médula del discurso moderno, de repente, para mí, empezó a entreverse como una paradoja, como un ideario que no se había realizado y ocultaba realmente algo que no estaba dicho. Fui consciente de que las funciones del marco y del pedestal estaban siendo absorbidas progresivamente por otros “marcos”, más sofisticados y engañosos, y que tras la ilusión de inmediatez, se escondía apenas un desplazamiento, una mediación mayor. Esta preocupación por los marcos y los pedestales como funciones y no sólo como objetos me colocó en una posición muy diferente que hizo consciente de la necesidad de desvelar esas funciones liminares que habían sido protagonistas de la tradición moderna, y la utilización consciente de los dispositivos de exhibición como elementos no neutrales. Me di cuenta de que el arte moderno no había abolido los pedestales y los marcos, ni ningún otro marcador contextual -como el museo-, sino que los había convertido en el contenido fundamental de su desarrollo, mediante desplazamientos, enmascaramientos, sustituciones y figuraciones. Sobre esto trató mi tesis doctoral, que va a ser publicada veinte años después bajo el título “Estética del límite”. Desde 1979, comenzamos en CVA a realizar obras utilizando ese material no neutral de marcos y pedestales, en objetos e instalaciones, para reflexionar sobre las vanguardias y sus contextos, y a entender qué había sucedido a partir de la Revolución francesa con la estética monumental. Aquellos trabajos nos enfrentaban a la tradición moderna de un modo radical. Y no desde una posición reaccionaria sino justamente desvelando puntos frágiles o conflictivos de un discurso no del todo realizado, o hiperrealizado en sus formas más paradójicas. De esa consciencia proviene mi uso consciente y no acomplejado con los pedestales. Y de ella también el uso de los dispositivos de exposición y contextualización no como elementos convencionales, sino como elementos cruciales de la reflexión sobre la convención y de forma particular sobre la convención moderna.

JF – En la manera como trabajas a partir del marco y del pedestal se reconoce una poética de la fragmentación. El marco se rompe, lo que vemos de él son los vestigios de su destrucción. El pedestal se multiplica en múltiples pedestales, una obra puede necesitar múltiples pedestales para construir su unidad espacial. O el pedestal se espeja de modo a absorber y proyectar el espacio, reflejando no sólo la pieza que sobre él está sino el espacio vertical que sobre él se espeja. ¿Es esa poética de la fragmentación una puesta en cuestión de la tradición monumental del marco y del pedestal? El marco y el pedestal son muchas veces dispositivos que se añaden a la obra de arte en función de un espacio y de un tiempo de presentación, de una identidad que se presenta y así se representa. Aún hoy los marcos son la expresión de la individualidad del coleccionista que exhibe su derecho de propiedad de la obra, muchas veces contradictoria con la naturaleza formal y conceptual de esa obra… Si el marco se revela exógeno a la obra, el pedestal también lo ha sido, sobre todo cuando se representa como una función monumentalizadora de la obra. Los retratos republicanos clásicos eran bustos que se presentaban frecuentemente sobre columnas. En esta exposición tú presentas una serie de retratos “republicanos” (ampliaciones de “cabezas” de herramientas, como llaves de tornillos…) que instalas en la propia arquitectura del museo… ¿Son estas estrategias de fragmentación y dispersión de los marcos, de proliferación de los pedestales o de su desaparecimiento en contextos en que serían previsibles, estrategias para cuestionar esa tradición de la monumentalidad, o discutir las convenciones de una exposición?

JLM – Como muchos de mis contemporáneos, no puedo evitar tener una sensibilidad sistémica; es muy difícil pensar hoy en día en cualquier cosa sin advertir que lo que está siendo, lo que creemos que es, forma parte de un sistema de relaciones que la constituyen y que a su vez se ven modificadas por lo que esa cosa está siendo. Esa sensibilidad sistémica es una sensibilidad que simultáneamente apunta a las cosas individuales y al mismo tiempo a su contexto. En definitiva, las funciones de demarcación o contextualización, los dispositivos de discontinuidad, están asociados a la exclusión y la inclusión, a la segregación de un elemento, a la identificación de una parte, a la reincorporación de un elemento en un sistema… Antes has mencionado cómo a partir del barroco, un marco unificado daba consistencia a una colección, tal y como una creencia unificaba a una sociedad entera. En realidad, la lógica republicana es siempre coetánea a un interés en los dispositivos de discontinuidad, lo cual tiene sentido, pues la necesidad interna de negociación social o de legitimación popular, alude a la cuestión del abismo entre el sujeto y el ciudadano, entre lo excluido y lo incluido, entre componentes y oponentes, entre el todo y la parte. El ciudadano es un sujeto desterritorializado de su propia integridad existencial, y reterritorializado en el contexto de la cosa pública.

El marco y el pedestal pertenecen sustancialmente a la propia lógica de la monumentalidad republicana. Y se vuelven más y más carnosos, exuberantes y desbordantes, cuanto más profusa y laberíntica se vuelve la letra pequeña del Derecho. Casi al mismo tiempo que nacen los museos públicos nace también la necesidad de dar consistencia a una colección, de manera que la forma del límite, la utilización de un diseño específico de marco, unificaba la diversidad de las obras, que muchas veces provenían de orígenes dispares sin solución de continuidad. Al mismo tiempo, la colección como un todo, se afirmaba como contexto hospitalario y diverso al albergar toda esa heterogeneidad. También en la tradición clásica de la república, los pedestales eran elementos arquitectónicos cuya homogeneidad permitía contener toda la diversidad posible. Pues, en realidad, el coleccionismo surge como un efecto del colonialismo: el cúmulo heterogéneo de tesoros adquiridos en las conquistas territoriales, encuentra una solución de continuidad en la colección. Si la colección históricamente es anterior al arte, es porque en esa colección se acumulan objetos descontextualizados, “ready-mades” provenientes de campañas militares, imperiales, religiosas, políticas y comerciales. Antes del nacimiento del arte ya existía la colección. El arte viene a rememorar o a sutilizar esa tradición del atesoramiento, pues surge como tal cuando por primera vez de elaboran objetos predestinados a formar parte de una colección. Lo que hacen los dispositivos de discontinuidad es justamente resolver esta paradoja entre la continuidad de un contexto, la discontinuidad de una extracción y la nueva continuidad en un nuevo contexto. Estamos hablando de la lógica pre-artística del “ready-made”, pero estamos hablando de algo que atraviesa por completo toda la historia del arte desde antes de su nacimiento hasta lo que Danto y otros denominan la “era después del arte”…

La importancia de estas paradojas proviene de la sustancialidad del conflicto entre un elemento y un contexto. En términos existenciales, la pertenencia a una cultura no es algo natural. La “cosa-pública” es el resultado de un contrato cultural nunca completo. Como mostró Freud, la cultura es una especie de contrato por el cual intercambiamos parte de nuestra libertad, a cambio de la seguridad de la convivencia y la comprensión, pero ese contrato siempre deja esos restos del sujeto insolubles en la cultura, seguramente demasiado salvajes, demasiado extraños, que son la materia de los sueños, de los fantasmas, y de las artes… El malestar en la cultura consiste en ese desajuste contextual del sujeto descontextualizado de su vivencia íntima y recontextualizado en las significaciones sociales. Digamos que la preocupación por esa lógica de los límites o de los dispositivos de discontinuidad, cumple en mi trabajo una función doble, de reflexión tanto del arte para la vida, como de la vida para el arte, tanto del sujeto inscrito en la sociedad, como de la sociedad interiorizada en el sujeto.

Los retratos republicanos afrontan esta paradoja del desajuste entre el sujeto y el ciudadano. Asumen de forma premeditada la imaginería y la materialidad, incluso la contextualización arquitectónica del género del retrato, pero asimilan la singularidad del personaje a lo genérico del instrumento.

JF – Hay en la segunda mitad del siglo XX diferentes obras que ponen en cuestión el museo creando un museo dentro del museo como crítica de la convención de la institución y de sus sistemas de presentación. Broodthaers ha sido uno de los mayores ejemplos de esto, Michael Asher también… pero todo eso es muy diferente de la manera como tú te planteas la cuestión del museo. Porque tú vas a conectar el dispositivo expositivo y museológico con temas que no lo eran, como por ejemplo la cuestión del cuerpo, la cuestión de los discursos, la cuestión de la alteridad, y todas ésas son cuestiones que también divergen de aquello que se ha convenido en llamar crítica institucional… Te sientes un practicante de esa crítica institucional o en alguna medida tu obra es una historia que manifiesta su presencia pero sigue su camino independientemente de esa presencia?

JLM – Quizá lo que me defrauda de lo que se viene a llamar “crítica institucional” en el arte, es lo que aprecio como una mera conversión en motivo temático de algo que creo es muy sustancial y sustancioso para el arte. Quiero decir que, inevitablemente, en tanto en cuanto se acepta el sistema del arte como contexto y como interlocución, se está dialogando con una estructura muy compleja de construcciones simbólicas que incluyen una relación con la institución misma de lo social, y no sólo con las instituciones concretas, digamos, por ejemplo, el Museo. Pero yo no puedo pensar la institución como algo externo a un sujeto que lo critica. Sería muy difícil establecer una crítica al lenguaje si no es precisamente desde el propio lenguaje. De tal manera que fingir que uno está fuera de su propia cultura para poder criticarla es eludir precisamente el grado de connivencia o de implicación que uno mantiene con aquello que está criticando. Eludir esta cuestión es el punto ciego de toda ideología, pues es justamente aquello que uno no ve, y que uno no ve que no ve. Creo que una de las tareas del arte es precisamente hacer consciente aquello que está funcionando a un nivel preconsciente. Yo no tengo, digamos, problemas con la autoridad, en el sentido de que me siento legitimado como institución, porque formo parte de la institución como cualquier otro ciudadano, pues soy consciente, como diría Umberto Eco, de que el poder no sólo se ejerce de una manera piramidal, de arriba abajo, sino que se ejerce también molecularmente, de abajo arriba. Entiendo que el Museo es una función instituyente, como lo es cada gesto -transgresor, o no-, que realice el artista. Y al mismo tiempo el museo es un lugar instituido, en buena medida en virtud de los gestos trasgresores de los artistas. Entre lo instituido –respeto a cierto fundamento-, y lo instituyente –fundamentación de un cierto respeto-, anda un juego de constitución de la entidad misma del sujeto en su relación con lo social. El museo es un lugar privilegiado y oportuno, es un medio ambiente, es un ecosistema para la propia elaboración artística. Y es lógico que la relación entre la obra de arte y el artista y el museo sea polémica, y no puede ser simplemente reducida a una temática, a un género, a un repertorio de modelos o a un “estilo transgresor”, o establecida mediante un juego de amigos y enemigos. No podemos partir de que el museo es la institución y el artista es anti-institucional, pues no es cierto, especialmente además cuando el museo ha sabido establecerse en un juego con lo social muy abierto, cuya legitimidad proviene, en buena medida, de su hospitalidad hacia gestos transgresores contra el propio museo. Como diría Daniel Buren, cuando un urinario entra en un museo lo que se refuerza no es la libertad del arte, sino el carácter instituyente y legítimo del museo como acogedor incluso de aquello que era más externo, salvaje, absurdo, sin sentido.

Esa fortaleza de la institución, -algo hoy en día indiscutible-, proviene de su frágil legitimidad, necesitada hoy más que nunca de legitimidad popular, que adquiere mediante todos los procedimientos que están a su alcance –desde la inclusión de la cultura y cualquier evento social, hasta la promoción de estéticas populistas de “crítica institucional”… Por lo demás, esa fortaleza no se perturba por el hecho de que se transgredan pequeñas o grandes cuestiones de la propia institución. Para mí es un gesto radical la inclusión -dentro de esta lógica institucional-, de aspectos profundos que tienen que ver con la constitución misma de la identidad del sujeto social, de todo aquello que es propio del arte en todas sus manifestaciones y no sólo aquellas formas de arte que han tematizado la crítica institucional. Al fin y al cabo, nada existe tan institucional como el propio cuerpo, o la alteridad radical del sujeto social, o la propia autoría como factor de creación social.

No sé si esto responde a tu pregunta. Porque hay otra parte de tu cuestión referida al modo en el que la fragmentación de los marcos y de los pedestales era una especie de herramienta crítica. De crítica y de indagación, pues sobre todo era un modo exploratorio de liberación de una tradición indiscutible. Existía crítica, pero también celebración. Pienso que es impensable una convivencia sin convenciones, como no existe comunicación sin códigos compartidos. No es fácil imaginar una república de psicópatas o una república de psicóticos, donde ninguno de los ciudadanos comparta ninguna convención o interés común; más allá de “un sujeto, un voto”, imaginemos “un sujeto, un lenguaje”, “un sujeto, un sistema de representación”… Sería realmente un lugar raro, y seguramente podríamos suponer que esa república fuese el lugar más libre del mundo, pero sería una república infernal, sin conversación, sin comprensión, sin vínculo social, sin identidades, donde no sería posible compartir nada. Ni siquiera sería ese lugar que menciona Gulliver en sus viajes, en cuya academia, para perfeccionar y purificar los lenguajes, se ha ido prescindiendo de todo lo accesorio, -artículos, adverbios, etc…- hasta llegar a un sistema de comunicación cuya comprensión se basa en el intercambio de objetos. A diferencia de esta academia, en nuestra república sin convenciones, no habría un sistema posible de equivalencias, donde una vaca es equivalente a tres corderos, o sea, sin un sistema de correspondencias. Sin un sistema convencional, relativamente estable, instituido, no hay posibilidad de una vida social. Si la crítica institucional pretende renovar las instituciones para que se adecuen mejor a nuestras rarezas, no lo puede hacer hasta el límite en que las rarezas se impongan sobre la posibilidad misma del vínculo. Una república de psicóticos es también una república de monarcas: “una persona, un rey”, lo cual evoca bastante bien las repúblicas contemporáneas de goces a la carta en el capitalismo avanzado. No se trata, entonces de elegir una u otra “forma de gobierno” predeterminada, sino de reconocer que la condición de ciudadano –sea rey o mendigo- exige un pliego de compromisos. Sin la interiorización de esos compromisos, si cada ciudadano es un luisXIV, cualquier sistema de gobierno es, de forma más o menos encubierta, una pan-monarquía insufrible, una despública.

JF – Hay una contradicción en tu “república”,,, en relación a un paradigma artístico de la república que es habitualmente un paradigma clásico, o neoclásico… Sus representaciones artísticas están más cerca de un modelo idealizado del clasicismo monumentalizador de la propia idea republicana mientras, por ejemplo, la reacción a ese clasicismo protagonizado por los lenguajes barrocos es mucho más característico de los enemigos de la república, de un arte producido bajo las reglas de una aristocracia o de la Iglesia. En tu obra la república se articula siempre con una demostración del Barroco y de sus posibilidades expresivas reveladas en la manera en que las formas se pueden distorsionar, que el espacio se puede fragmentar, que la línea curva supera la línea recta, el ángulo recto de la modernidad… Se reconoce una parodia muy subversiva en esa manera en la que te sitúas en el Barroco y te lo apropias como una tradición de un discurso republicano, cuando fuera de tu trabajo siempre parecería siempre un lenguaje incompatible con ese ideario republicano…

JF – ¿No se trataría de un contexto que permitiera también cuestionar una contradicción curiosa en tu interferencia con el paradigma de la república? El paradigma de la república que es un paradigma clásico, se ve que sus representaciones artísticas están más cerca de un modelo idealizado del clasicismo como monumentalización de la propia idea republicana mientras, por ejemplo, la reacción a ese clasicismo neoclasicismo protagonizado por ejemplo por los lenguajes barrocos son mucho más característicos de los enemigos de la república, de un arte producido bajo la aristocracia o la Iglesia. La Iglesia católica en ese caso. Entonces en tu obra la república se articula siempre con una demostración del Barroco y de sus posibilidades expresivas en la manera en que las formas se pueden distorsionar, en la manera en que el espacio se puede fragmentar, en la manera en que la línea curva puede también superar la línea recta, el ángulo recto de la modernidad. En todo eso, entonces, hay como una parodia muy subvertible en esa manera en la que sitúas el Barroco y lo consideras como una tradición de un discurso republicano, porque parecerían como lenguajes incompatibles ¿no?

JLM – Por muy revolucionaria que sea una revolución, instaura un sistema que necesita legitimarse no sólo en la voluntad popular, sino en lo que en ella pervive de su origen, y en las promesas de futuro. El culto a cierto pasado glorioso ha sido una constante en la historia de la humanidad, y la evocación a un pasado glorioso supone una mirada arqueológica, idealizada, en la que el pasado aparece purificado convenientemente para una fantasía también purificada de porvenir, de progreso. Por eso las estéticas republicanas tienen ese halo clasicista. Lo que dices tiene sentido, pues, estaríamos hablando de la confrontación ético-estética que se produce en la Contrarreforma. Dicho de otra manera, lo que llamas estética republicana y vinculas con lo neoclásico, tendría un origen estético inmediato en la ética de la Reforma, en la estética protestante, justamente en el sentido de una purificación, de una limpieza estética de eliminación del ornamento que conduce directamente a Adolf Loos, la arquitectura moderna, al arte abstracto y al conceptualismo. Del otro lado, tendríamos toda la ética y la estética contrarreformista que ahonda en las capacidades propagandísticas e inductoras de la escenificación de las carnosidades y figuraciones humanas -demonio, mundo y carne, sexo, drogas y rock & roll -. Esta es estética de la contaminación figurativa que atraviesa el barroco y el romanticismo y conduce a la postmodernidad… Sin embargo ambas ética-estéticas -protestante o católica- son utilizadas simultáneamente por las lógicas republicanas, y además son complementarias. Es decir, que lo que en la ética y en la estética protestante se oculta el nombre de la purificación, sigue vigente y aparece en los intersticios neoclásicos. Y en la estética y en la ética católico-contrarreformista, lo que se explota y desvela de una manera más profusa, es justamente lo que se pretende purificar. Las dos líneas de desarrollo, -que presiden toda las estéticas de los últimos 300 años, por no llegar mucho antes todavía-, son completamente complementarias. Lo que se explota es justamente lo que se quiere abolir. Es sencillo comprenderlo a partir del capitel románico. Todo el edificio es muy puro en términos de higiene y transparencia estructural, de proporciones limpias y ningún detalle ornamental …excepto en las reservas de los capiteles, donde aparece todo aquello que el edificio está negando -todo lo demasiado humano, abominaciones, monstruosidades, obscenidades-. En esa parte minúscula del capitel, justamente en el límite entre el soporte y la cubierta, en ese borde se confina todo aquello que es atractivo al sujeto. El capitel románico sería católico y el edificio prerrománico sería protestante. Por una parte el capitel funciona como un atractor que tiene en cuenta y que explora y escenifica todo aquello que importa a la ciudadanía …pero la entrada al templo exige que el ciudadano se despoje de todo ello. Y al contrario, la ética protestante y moderna del edificio prerrománico escenifica la purificación que presupone la renuncia. Las dos lógicas están funcionando simultáneamente.

En realidad la revolución solo habría sido posible en el seno de un imperio ya debilitado, cuyas estrategias estéticas profusamente ornamentales, eran ya los síntomas de una necesidad de legitimación visible en la multiplicación de significantes cotidianos, comunes. Lógicamente, la instauración de la ética y la estética revolucionaria, adopta un modelo neoclásico como oposición frontal a las exuberancias ornamentales del Rococó, vinculadas con la aristocracia y la burguesía europea: lo cotidiano y lo adornado, se sustituyen por lo heróico y estructural, lo figurativo se sustituye por lo abstracto. Y la función sustituye a la vivencia.

Las éticas y las estéticas se retroalimentan en un juego de total independencia entre estilo e ideología. Tampoco hay tanta separación entre el neoclasicismo y el romanticismo: son muchas veces coetáneos, como lo son la lógica del liberalismo y la lógica del genio romántico. Por resumirlo mucho, podemos decir que la exigencia de «dejadnos hacer» de la ética liberal, coincide con la ética del romanticismo. El inefable genio del romanticismo, -un demiurgo para el cual cualquier sistema es un obstáculo para la verdad-, coincide con el empresario liberal -para el cual cualquier límite legal es un obstáculo en la creación de riqueza-… Lo que comparten es justamente ese grado de irresponsabilidad con respecto a la sociedad. Si en el siglo XIX se produce la independencia entre el estilo y la época, cuando el mundo intelectual reconoce la posibilidad del uso de cualquier estilo en cualquier época, abriendo sin ambages la caja de pandora de los “neos”, …en el XX se acabará reconociendo la independencia entre estilo e ideología, bajo una aparente autonomía de la ética y la estética.

JF – Hablas sea del siglo XIX sea de las apropiaciones de la edad medieval en los estilos «neo» como situaciones pre-posmodernas…

JLM – Es uno de los efectos de la academización de la modernidad, que todo lo ajeno a la modernidad sea considerado como antecedente de la postmodernidad. Creo que el XIX habitaba en una conciencia de transformación tan radical del mundo, que se aferraban a ciertos significantes del pasado para poder tener una cierta sensación de continuidad y sensatez. La locura estilística de los “neos” y de las recuperaciones del XIX tampoco es nueva. Visites la época que visites, vas a encontrar restos del pasado apropiados sin contemplaciones. Apropiación de restos góticos en el romanticismo, románicos o africanos en el cubismo, clásicos en el barroco o el Renacimiento, neolíticos en el arte egipcio, de restos etruscos y griegos en el arte romano, restos orientales y africanos en el arte de la Grecia clásica… o bien reducimos las categorías hasta impedir las comparaciones, o bien las expandimos hasta reconocer que el arte es en sí postmoderno. Cada identidad cultural –en el espacio y en el tiempo- se nutre de sus relaciones con otras culturas, tanto en su representación –la representación del otro- como en la representación de sí misma –su auto-representación-.

Esta hibridación es una constante cultural, en la que siempre están presentes factores inclusivos de reconocimiento –que se entienden como componentes de un orden propio- y factores exclusivos de no-reconocimiento -oponentes que encarnan una cierta idea del desorden ajeno-. Y por eso la purificación revolucionaria reformista, y la contaminación católico-contrarreformista romántica no están tan distantes como creemos, de las discusiones contemporáneas sobre el arte crítico y el arte académico.
JF – Empiezas a trabajar en una década en que la posmodernidad plantea en su discusión una diferente coexistencia de tiempos, de estilos, para una relación diversa con la historia. ¿Crees que eso ha sido importante para la manera como has construido tu manera de trabajar la cuestión del estilo? Tu obra está siempre planteando una hipótesis sobre la posibilidad de manifestación de un estilo. Y ese estilo no es un estilo hecho de coherencias sino mucho más de incoherencias varias que te interesa desarrollar y ampliar como posibilidad expresiva. El estilo no te va a reenviar a un autor sino a una pluralidad polifónica de manifestaciones autorales que se encuentran en tu trabajo. Quizás el estilo se manifiesta sobre todo a partir de la manera en que trabajas el lenguaje, y cómo el lenguaje reflexivo y el lenguaje poético se yuxtaponen y se espejan en tu obra.

JLM – Desde luego es difícil pensar que los acontecimientos no influyen en la construcción de tu sensibilidad. Nacer en 1960 supuso vivir mis inicios artísticos en plena emergencia de una profunda puesta en crisis del movimiento moderno, y desde luego tuvo una influencia muy importante. Soy parte de una sensibilidad de época y entiendo por qué se produce la discusión posmoderna. Entiendo que cada discusión estilística es un ensayo de transformación vital. No se trata de una historia pendular de alternancias –de clásicos a barrocos, de fríos a calientes, y viceversa. Cada apuesta de estilo es siempre una vacuna contra la simplificación. Su especificidad tiende a advertir de qué nos estábamos olvidando. Si cada disciplina se define por aquello de que no trata, -digamos que la física no trata de aspectos emocionales-, cada estilo se define también por la importancia relativa que concede a cada factor. La racionalidad artística propia de la modernidad conllevó una especie de “división del trabajo” por la que el impresionismo se especializa en la superficie fenoménica, el expresionismo o el surrealismo en los abismos psíquicos, el constructivismo en la materialidad de la estructura, la abstracción en la esencialidad formal, el conceptualismo en los contextos de significación, el arte contextual en los sistemas de recepción, etc… de forma que el énfasis en ciertos aspectos ha conllevado una falta de exigencia en otros: cuanto más “especializado” se desarrollaba un estilo en su focalización de valores, respecto a los que se volvía más exigente, tanto más disminuían sus requerimientos respecto al resto de factores. En cierto sentido, el corte posmoderno o la discusión posmoderna, como mi generación ha vivido, tenía que ver con la advertencia precisamente de estos olvidos. La conciencia de que había cosas que se habían dejado de una manera demasiado precipitada. Fuimos conscientes de que si uno miraba suficientemente de cerca, con un gran nivel de resolución, la pureza de las definiciones no funcionaba. Incluso el ser más puro de la modernidad más limpia y experimental, estaba cargado de paradojas, de sombras, de oscuridades, de impurezas, que hacían que la sensibilidad en nuestra época fuese una sensibilidad muy borrosa, en el sentido que después se formula a través de la lógica borrosa por Bart Kosko: “lo que llamamos blanco no es más que un gris que tiene muy poco negro”. Esa conciencia de que la borrosidad es una condición de la exactitud, me hizo comprender la necesidad de la complejidad. No se trataba entonces de defender un eclecticismo, en el viejo sentido de la palabra, sino de reconocer la borrosidad, la exactitud.

Por otra parte, uno es más ecléctico cuanto más joven, lo que nos introduce directamente en la cuestión del estilo. Sólo puedo entender el estilo como un proceso de singularidad en el modo de hacer las cosas. Si uno decide ser impresionista o ser minimalista, está sumándose a algo ya producido. Suscribir un estilo es lo contrario a la elaboración de un estilo. La generación de un estilo comienza seguramente siempre en un intento de imitación. Como decía Alberto Rivadavia, “uno trata de copiar y lo que le sale mal es creación”, lo que biológicamente y generacionalmente, sucede. En las singularidades de la expresión genética aparece la transformación genética. Como también comprendió Freud, la repetición es imposible: cuando uno hace algo por segunda vez es la primera vez que lo hace por segunda vez, lo que confiere al acontecimiento de propiedades previamente inexistentes, incluida la memoria y la experiencia. En la imposibilidad de la repetición aparece precisamente una singularidad en el modo que hace que los estilos inevitablemente se transformen. Incluso la ilusión académica de la repetición de ciertos modelos supuestamente ventajosos, produce inevitablemente transformaciones generación tras generación. Cada intento de repetición se involucra en un nuevo contexto y en una nueva imposibilidad que acaba generando una nueva singularidad. Y conforme más consciente es esa diferencia tanto más el estilo aparece precisamente como una vacuna contra la simplificación, contra el agarrotamiento del estilo anterior. Creo que para mi generación la conciencia de las simplificaciones modernas fue muy importante.

Por otra parte, la imposibilidad de repetición convierte el estilo en un modo sin modo, -utilizando esa definición que utilizaba San Agustín para hablar del amor-. De ahí que la importancia que tiene la noción de estilo para mí, es desde luego ajena a la idea de tener un estilo. Si uno recorre lo que he hecho en los últimos 35 años sería muy difícil establecer líneas únicas que permitirían edificar un estilo. Porque no soy un artista de un material, ni de una técnica, ni de una única idea, ni de una única forma de expresión. Y si algo caracteriza precisamente mi trabajo es una cierta diversidad, una especie de no-estilo que por otra parte es muy característica de ciertos artistas en los que me reconozco. Seguramente en esa diversidad heterogénea, lo que se ve es una búsqueda contra la simplificación, -o para ser más exactos-, a favor de la exactitud. Pero también en esa diversidad heterogénea seguramente también se pueda contemplar una suerte de asamblea de sensibilidades, de república de expresiones. Entiendo que, como diría Dalí, el deseo detiene la cadena infinita de asociaciones mentales. Y ese deseo, inconsciente siempre, es lo que detiene la multiplicidad, la diversidad de la locura que hay en cada persona. En ese delirio del estar siendo humano, sólo el deseo detiene esa rareza y la hace relativamente estable, funciona como un atractor. Por eso es cierto que mi obra es muy diversa, en el sentido expresivo de la palabra, por otra parte no sería difícil desvelar ciertas estabilidades que van generando unas pocas temáticas y un cierto repertorio de recursos estructurales. Esos pocos asuntos y recursos pueden retroactivamente identificar un estilo, por muy heterogéneo que sea.

Pero no me considero ecléctico, ni siquiera en su acepción etimológica, como “electico”. Digamos que cuando se habla de eclecticismo desde un punto de vista clásico, moderno, protestante o republicano, se identifica con decadencia. Es algo tan enraizado en la ética del ciudadano contemporáneo que inevitablemente se cuela en la interpretación del arte. Sin embargo, creo que es una refluencia de la ética purificadora. Yo nazco para el arte en un momento en el que el franquismo está ya en una situación muy destituida, ya no es el franquismo de posguerra muy radicalmente represivo, etc. sino que es un franquismo ablandado, decadente, necesitado de legitimación y ajeno a la realidad nacional e internacional. Es decir que yo nazco tanto en términos nacionales como en términos internacionales en un momento muy destituyente. Y creo que eso tiene muchas ventajas. Un momento destituyente es precisamente un momento donde los sistemas institucionales en crisis, permiten habitar la diversidad y la singularidad mucho más que en los momentos donde hay una especie de emergencia instituyente que necesita simplificar para poder imponerse. Y yo creo que por eso los momentos instituyentes, y seguramente hoy en día estamos en momentos más instituyentes que destituyentes, son menos habitables para la singularidad.

JF – Eso se ve en la manera, siempre trágica, en que una revolución se relaciona con los nuevos lenguajes artísticos que, a veces, son originados por ella, pero que después son también destruidos por ella…

JLM – Digamos que la guillotina de la modernidad necesita simplificar y cortar para instituir, mientras que el flu-flu ecléctico deja vivir en los resquicios.

JF – [risas] Esa contemporaneidad tuya con los años de Franco, con los primeros años de la Transición, sucede también en una España con la historia en la que la cuestión republicana había sido una cuestión central en su siglo XX. Cómo se articula eso con la cuestión de la autonomía, de la independencia en el País Vasco adonde has nacido? Cuando te planteas una exposición con la palabra «república» como título es imposible no convocar los diferentes fantasmas asociables a una historia. ¿Cómo ves la articulación con esos fantasmas que esta exposición pueda convocar?

JLM – [suspiro] Haber nacido y crecido en el País Vasco quizá incorpora una cierta sensibilidad comunal que quizá esté menos presente, para bien y para mal, en otras partes de España. Y es seguro que las intensidades sociales y políticas del último periodo franquista junto a la turbulenta Transición en el País Vasco, han dejado huella en mis propios fantasmas. Pero desde luego, si convoca fantasmas, si son auténticos fantasmas en el plano psíquico, no se convocan de una manera deliberada. Más bien comparecen de forma inevitable, máxime cuando la actualidad de los acontecimientos ha puesto la cuestión de la república en primer plano de la discusión política. La exposición no pretende ser un exorcismo, no es una sesión de espiritismo dialéctico. Entiendo que sea irremediable que la inauguración en el Museo de Arte Contemporáneo de titularidad estatal más importante del Estado, y llamado Reina Sofia, y en un momento que ha sido delicado para el estatus de la Casa Real y de la monarquía parlamentaria, suscite al menos la expectativa –para unos esperanzadora, para otros indignante-, de una referencia política directa; especialmente además en unos momentos en los que los fundamentos cívicos de un Estado de Derecho, negados para la sociedad española durante una buena parte del siglo XX, y tan ansiados por la mayoría de españoles tras la muerte de Franco, están siendo subrepticiamente desmantelados por sistemas financieros y poderes fácticos mucho más corruptos de lo que nos podemos imaginar, y cuando la representatividad sufre una crisis tan profunda como la contaminación empresarial de los sistemas de participación, y los grupos parlamentarios organizados por empresas políticas como partidos y sindicatos… Al menos de una manera consciente, no pretendía despertar esos fantasmas, pero seguramente están ahí, de una manera latente, y la actualidad los ha emplazado intensamente. Sin duda cuando hace casi tres años propuse este título, no pretendía convocar el fantasma de la guerra civil, ni el fantasma de una tercera república. Ni tampoco se trataba de contribuir a la crisis de la monarquía parlamentaria, -pues entiendo que la monarquía ya no detenta funciones legislativas o ejecutivas reales, sino más bien cumple funciones monumentales, ligadas a la unificabilidad y a la extrasocialidad de lo indiscutible-. Pero tampoco era un título inocente. Se trataba más bien de una indagación en la noción de ciudadanía en las sociedades del capitalismo avanzado, y lo que comporta en términos de responsabilidad. Consideraba que una “república” no es una forma de gobierno, sino un estado social. Y que las formas de gobierno son relativamente independientes de los estados sociales: De hecho una república formal puede organizar a una sociedad de monarcas …y una monarquía parlamentaria puede ser una forma compatible con una sociedad republicana. Entendía que la puesta en crisis del liberalismo comportaba una reflexión sobre la democracia.

JF – La exposición abre con una bandera. No se consigue nunca ver, leer una bandera sino es integrada en un contexto de otras banderas. Entonces en ese caso, la bandera es el signo de la convención por excelencia, porque su color, su diseño gráfico son interpretables según una convención establecida que construye su simbología. Pero tu bandera, siendo reminiscente de todo eso, es una bandera que se abre a un proceso de significación donde la convención se fragmenta, también. Suspendes las convenciones, haciendo un paréntesis de una simbología más que representando la evolución de una simbología…

JLM – Diría, primero, que la bandera es un dispositivo monumental por excelencia, y precisamente porque, como dices, es la quintaesencia de un sistema convencional de significaciones, que como un límite interior cohesiona y representa a una comunidad. Para mí supone la oportunidad de una reflexión con respecto al propio arte y a la relación con el arte en la situación contemporánea, en relación a la vigencia de una tradición moderna. Si a una bandera le quitas el viento, no es más que una pintura abstracta. Lo que convencionaliza la bandera es el viento, es decir, el impulso ideológico que establece sistemas de correspondencias, una lógica mediante la cual los colores no son sólo estéticos sino éticos, están cargados de contenidos, de significaciones sociales, de fantasmas …Como diría Marx, “un espectro recorre Europa”. Los colores al viento fantasmagórico están cargados de todo tipo de significaciones, de deudas simbólicas, de deudas bélicas, de deudas económicas… es el fantasma por excelencia el que está en ese viento que recorre el mundo. Si restamos a la bandera ese fantasma, no es más que un lienzo abstracto, donde un color es una experiencia estrictamente plástica. Como en la experiencia infantil, está suspendida la ética, pues el niño no la ha asimilado aún, no se ha educado en ella, por eso es un “perverso polimorfo”, como lo llamará Freud. Una existencia sin fantasmas, es una experiencia plenamente plástica. Y en ese gozo de la plasticidad suceden cosas, pues se abre la experiencia a éticas y significaciones sociales no predeterminadas. Cuando Jasper Johns representa la bandera norteamericana, pretende situarla en un plano plástico, pero no puede sustraerla a la significación y más bien su supuesta abstracción intensifica su significación. En tanto bandera, la bandera está llena de fantasmas. Al intentar simultáneamente ofrecer una bandera y suspender esa conexión, digamos, al quitarle el viento a la bandera, ensayo un juego deconstructivo.

Respecto a lo que antes me decías, es seguro que haber nacido en un lugar donde se llega a matar por el color de las banderas, ha contribuido a proponer un juego en el que se desplaza la cuestión desde el color al viento. Ver disparar balas, ver los chispazos y los agujeros de los impactos en el muro por causa de los vientos fantasmagóricos, ha sido parte de mi infancia y ha sido un paisaje incluso reciente. Desde la querencia por la exactitud, seguramente me he sentido mucho más cómodo con esa vivencia plenamente estética de Pessoa cuando dice, “pelearse por una coma, pero no por un país”. Esa es una vivencia propiamente poética, que no es que sea ajena a los fantasmas y a los compromisos éticos sino que intenta precisamente advertir la borrosidad, la necesidad de exactitud con respecto a la precisión cromática. Y por tanto con respecto a la precisión ética. Si uno intenta ser preciso con respecto a las cuestiones éticas, necesariamente también se va a volver borroso. Y en cierto modo, en cierto grado, descreído con respecto a las correspondencias éticas del color. Y por lo tanto con respecto a las banderas. Se trataba de suspender esa lógica ética para advertir la profundidad estética que le subyace, para finalmente advertir que si somos exactos debajo de cada ética hay una estética, para convertir entonces las banderas de nuevo en bellas pinturas abstractas. En la exposición no he pretendido situarme como una especie de espectador fantasmático con respecto a todos esos fantasmas vinculados con la lógica de las banderas, -la República española, la eventual Tercera República, una crítica a la monarquía heredera del franquismo etc.-, sino más bien, ir todavía más al fondo de esa cuestión, que es estético. De hecho, la bandera oficial del Estado español proviene de un concurso cuyo jurado fue Carlos III. Diferentes diseños concursaban y finalmente el monarca decidió uno. Y la bandera de la república española surgió de una pequeña transformación de aquella. También aquí se vislumbra una sutil borrosidad, o exactitud. Lo que he pretendido con ese negativo de la bandera republicana es situar una bandera que es irreconocible. Porque tampoco estamos tan habituados a pensar en el negativo cromático, excepto seguramente para un pintor. Igual que los esquimales, que tienen hasta cincuenta categorías de blanco y habituados a un paisaje sin horizonte, no tiene problemas para leer del revés, seguramente los artistas hemos adquirido ciertas habilidades como para pensar en términos estéticos como si fuésemos esquimales. Quizá por ello no me resulta difícil ver en negativo, lo mismo que me sucede con las palabras, con las que juego de una manera plástica, física, más que simbólica, cortándolas y pegándolas por encima y por debajo de su significación. Pero para un ciudadano de a pie, seguramente es difícil identificar en la bandera que propongo, un doble negativo de cierta bandera. Proponer un negativo cromático de la bandera republicana es de por sí una operación ideológica problemática, pero la suspensión perceptiva permite diferir y diferenciar en nombre precisamente de la precisión. Sin embargo la bandera es reconocible como bandera, y en tonos paisajísticos, de cielo y tierra. Eliminado el viento simbólico e ideológico, aparece como pintura abstracta. Y una vez suspendida como fantasma, es posible añadirle un nuevo viento, plenamente artificial, mediante un dispositivo para transformar pinturas abstractas en banderas…

JF – Esta no es la primera exposición donde tú reúnes un conjunto de obras pertenecientes a diferentes ciclos de trabajo. Jamás hiciste hasta ahora, y ésta tampoco lo es, una exposición que se pudiera considerar antológica o retrospectiva. Habrá una resistencia a la antología y a la cronología por la presencia en todas tus exposiciones de un concepto que las presenta y estructura de una determinada manera, y eso empieza con «Ornamento y ley»…

JLM – Es posible, pero tampoco sabría decirlo. Lo que sí es cierto es que en muchas ocasiones he entremezclado obras anteriores con recientes, creando un nuevo contexto en el que las nuevas familias de obras reinterpretan o hacen que cambien, transforman el pasado, lo mismo que sucede con la memoria, pues la experiencia modifica las experiencias pasadas. Yo creo que eso mismo sucede con las obras, por eso nunca he tenido problema en hacerlas convivir, porque la transformación es retroactiva, y creo que en esta exposición es muy claro. Evidentemente esta exposición no tiene una vocación retrospectiva que diera cuenta del pasado, sino que reconoce la posibilidad de transformarlo. Es como mejorar o matizar las obras sin tocarlas. O por lo menos someterlas a una nueva atribución al acompañarlas de nuevas obras que puedan completar las series. No sé, pero yo creo que también esa es la experiencia del museo, creo es una de las tareas del museo, de la propia idea del comisariado o incluso del crítico de arte.

El museo es también una figura monumental. Respecto a la serie titulada “ornamento y ley”, debo decir que es el título de una exposición realizada en 1994, que respondía a la noción moderna, tipificada por Adolf Loos, que suponía una relación inversamente proporcional entre el grado de civilización de una sociedad, y el uso de ornamento. Mi hipótesis partía, al contrario, de la idea de que el ornamento era el testimonio de un conflicto estructural: entre las partes y el todo, entre el sujeto y la sociedad, entre los componentes y los oponentes, y que las evoluciones estilísticas respecto al uso de ornamentación eran un balance de las necesidades estratégicas de legitimación de cierto sistema de orden. En aquella exposición aparecieron varias series de obra. Entre ellas una serie de juegos de cama, mantelerías, pañuelos, serigrafiados con textos legales, y de forma específica con el Estatuto de los Trabajadores: en estas obras de ajuar, “estatuas de armario”, los principios legales reconocían su dimensión ornamental. En realidad la exposición al completo estaba vinculada con las funciones ornamentales y monumentales. También apareció en esa exposición, una obra de la serie “éxtasis, estatus estatua”, que contiene esa configuración disgregada y al mismo tiempo ordenada que he utilizado en muchas ocasiones. Se trataba de un homenaje a Bernini, que tomaba como objeto el tacón, considerado como pequeño dispositivo monumental, como una “base mágica” que eleva el cuerpo. En aquella serie, miles de tacones de diferente modelos –desde el pequeño tacón infantil plano, hasta el altísimo y muy fino tacón de aguja- estaban ordenados de acuerdo a una serie ortogonal, reconstruyendo una topografía que evocaba curvas de excitación sexual. El título, “éxtasis, estatus, estatua” recordaba el origen común, que entremezclaba el gozo, la posición erguida, la distinción social, el estatismo y la estatuaria …ofreciendo así una definición completa de lo que han sido las funciones monumentales de la tradición de la escultura, y del propio arte.

JF – Has empezado a preparar esta exposición a partir de un concepto (“Republica”), un tema que sería como un “topos”, un lugar y un asunto al mismo tiempo, y eso te ha llevado a desarrollar algunos proyectos nuevos. Mi idea ha sido también, en función de ese tema, representar tu obra en el contexto de ese tema: se han elegido obras, se ha trabajado una distribución por el espacio, se han trabajado arquitecturas y un itinerario donde la obra reciente y la obra más antigua no se suceden cronológicamente. El tema y tu manera de trabajar el tema también han sido un reto a la institución en algunos de sus procedimientos, como su manera de organizar y la información al visitante, pero también en su manera de concebir, construir una exposición. Cada exposición es, en principio, una cosmogonía diferente según la obra o el artista que ahí está. En ésta tú empiezas a revelar tu juego por el propio dispositivo de información del museo, por ejemplo. El espectador que entra en la exposición se va a confrontar en la entrada con un mapa de lo que va a ver similar al mapa que señala el lugar de las diferentes exposiciones que podrá ver en la misma planta. Esa entrada es como un pórtico que parte de un camuflaje entre lo que es el dispositivo de información del museo y lo que es tu dispositivo de información constituyente de la exposición. En el momento que hablamos, pensamos producir un periódico que concentre toda la información que se destina al espectador y donde la información sea construida no sólo por el museo como habitualmente ocurre, sino en este caso por ti también, como artista y colaborador con la minstitución. ¿Cómo ves esa relación con el museo a nivel del orden de los discursos, de eso camuflaje de los discursos que va a cruzar el discurso del artista con los discursos que la institución tiene ella misma para trabajar con sus públicos, con la prensa, con todos aquellos que frecuentan sus actividades?

JLM – Personalmente no lo siento como un camuflaje sino más bien como un vínculo. Entiendo la relación con el museo, y la relación con un comisario de exposición, como la oportunidad de una transformación recíproca. El museo transforma las obras, la exposición transforma las obras, El comisario también transforma las obras. Y en ese sentido yo te lanzaría a tí la misma pregunta como comisario, y como responsable en cierto modo del museo. Muchas de las cosas que han ido apareciendo en el modo de organizar la exposición, incluso algunas obras se han gestado desde nuestras conversaciones, han surgido del vínculo contigo y con el museo. Pero esa transformación recíproca sólo puede producirse desde un compromiso recíproco, desde la asunción de responsabilidad respecto a la posición que cada autor ocupa, desde la intensidad y la honestidad para ofrecer lo mejor. Por eso no lo entiendo como un camuflaje, ni como una negociación, ni un juego de rol en el que yo sería un registro a la espera de ser clasificado. Lo entiendo como una colaboración productiva. En cierto modo, eso es seguramente lo que diferencia de una manera radical un museo de un archivo. En el archivo, cada entrada, cada registro es autónomo por completo del contiguo, de manera que es el orden externo del archivo como figura de autoridad el que sostiene la falta de relación entre las partes. Al referirnos a la relación entre el museo y al artista como un modelo a escala de la relación entre el sujeto y el Estado, nos referimos a la posibilidad de una comunicación entre los elementos, no sólo a una contigüidad o una copresencia, no sólo una relación establemente jerarquizada, sino al vínculo transformador. En ese sentido no me siento camuflado en un museo, ni creo que lo intente.

Recibo la invitación como la oportunidad y el privilegio de estar en un museo, e intento colaborar al máximo con esa función fundamental que creo el museo asume para transformar las obras al introducirlas en un contexto, en cierta discusión, en cierto relato histórico, en cierto régimen patrimonial. Ni contemplo el museo como una institución ajena, ni pretendo servirme de él. Asumo el compromiso compartido del arte en toda su problematicidad. Y desde ese compromiso, intento que la relación sea fructífera para todas las partes. Es también la oportunidad de tratar de ciertos aspectos de los que a veces, como artista, no eres consciente. Por otra parte, me divierte pensar que el inglés conserva la relación entre el museo –museum- y el divertimento –musement-. Digamos que el museo es siempre una mezcla de diversión y diversidad… Entonces, en ese juego de vínculos suceden cosas. Como cuando… en el momento en que el comisario entiendo, pone una obra al lado de otra, las transforma; y no sólo porque les dé una interpretación sino porque activa en ellas otros campos de sentido. Es como si las pinchases o las acariciase, y al hacerlo algo en ellas se reactiva. ¿Cómo ves eso tú, como comisario?

JF – Un comisario intenta construir sentidos a partir de la contigüidad espacial de las obras. Juntar una obra con otra resultará siempre en diferentes operaciones donde la construcción de sentidos y de ambigüedad está presente. Hay también, en el montaje de la exposición, un efecto Kuleshov… De la misma manera que ocurre en el cine, con el tiempo, cuando compones dos imágenes que se suceden en el espacio hay un sentido que se construye también, o que se destruye… Una exposición es una situación espacio-temporal que resulta de un cruce de diferentes situaciones, de diferentes tramas. La trama que se organiza a partir de ti y de tu obra, la trama que se organiza a partir del acercamiento a tu obra y su interpretación por el comisario, por las personas que trabajan contigo en el museo en la producción de la exposición, a partir de las diferentes figuras de alteridad en que todos nos representamos como diferentes espectadores… Todos nosotros nos construimos una proyección diferente del posible visitante de una exposición de acuerdo con nuestras vivencias del pasado… Y sabemos que en esa situación que estamos construyendo, habrá otros intérpretes que caminarán por ese espacio, que vivirán otros tiempos que la exposición les ofrece…

Tu y yo intentamos construir un recorrido que se ofrece al visitante, empezando la exposición, por ejemplo, con dos obras que acogen al espectador, invitándole también a ser participante. En una de ellas, sus pasos, su movimiento van a construir un evento sonoro en el espacio donde se encuentra. En otra, el espectador puede, si lo desea, añadir al espacio sus inscripciones, sus graffitti, sus dibujos, lo que quiera, en una sala negra con una pizarra, donde podrá disponer de tizas. Esa sala simula también una situación reconocible, propia de una democracia, la situación donde los ciudadanos pueden elegir a aquellos que los representan. Por eso se encuentran ahí unas urnas de voto, también ellas escribibles, susceptibles de ser escritas y reescritas y borradas con diferentes palimpsestos. En todas estas situaciones, la situación del mapa a la entrada de la exposición, la de la bandera, de las urnas electorales, hay una dimensión paródica muy reconocible en tu obra. Una parodia de rituales, de convenciones, de situaciones sociales que vinculan las personas a la vida en sociedad. Ese ejercicio de la parodia ¿es una metodología de trabajo para ti?

JLM – Yo no lo siento tanto como metodología cuanto, como en cierto modo, una condición personal seguramente de una especie de mezcla entre una implicación que creo que es bastante intensa con las cosas. Y por otra parte una inevitable distancia con respecto a ellas. Por ejemplo, con respecto al mapa, yo entiendo lo que dices pero al mismo tiempo no puedo evitar sentir que poner ese mapa a la entrada no es tanto un modo de dirigir al espectador en su recorrido, sino también y sobre todo, un modo de ofrecer una representación del sistema mental que se ha ido creando a la hora de pensar la propia exposición. Como si fuese un modo de ofrecer una información procesual que normalmente queda invisible, y que no pretende ser normativa o funcionar como guía, sino más bien como la expresión externa de un sistema interno. Dar cuenta de un proceso de pensamiento, pero no prescribir un recorrido.

Y en ese sentido también la distancia y al mismo tiempo la implicación creo que en mi trabajo es parte de una condición sensible o intelectual. Al comenzar a trabajar en la exposición, y realizar un recorrido previo por mi trabajo en conjunto, te pareció relevante el modo en el que yo desplegaba los dispositivos de exposición, y me sugeriste la idea de que algunas de las series de obras y algunas exposiciones, se comportaban, ellas mismas, como museos dentro del museo. A partir de esa sugerencia, y sin pretender ser excesivamente metalingüísticos, apareció la idea de que la exposición era una especie de museo de museos, como si cada serie de obras, en sus relaciones fabricase una especie de fractal del museo, de tal manera que el todo del museo estuviera contenido en cada una de esas partes que a su vez contiene otras partes y a su vez como contiene otros museos internos.

Y en ese sentido, esa primera parte que dices que es como una especie de entrada o umbral a la exposición, que en sí mismo plantea esta cuestión del modo en que el museo acoge al espectador, formaba parte de lo que en nuestra conversación para la exposición llamábamos el “museo de la participación”, lo que no deja de ser irónico, pues sugiere la idea de que la participación ha quedado monumentalizada, y no es ya una participación efectiva o ejecutiva sino que, en cierto modo se ha convertido en representación de la participación. No puedo evitar sentir que las formas de representación y participación en nuestra vida cotidiana, forman parte de una representación ubicua, camuflada de realidad, sobre todo conforme los sistemas de participación formal se van desgastando más y más.

Por ejemplo, una de las primeras obras con las que se encuentra el espectador, es una intervención sonora que acoge al espectador y en cierto modo es como una realización de todo este universo de interactividades que pueblan la vida cotidiana y también el arte. En esta obra, titulada “mimo”, los movimientos más o menos erráticos del espectador, son contestados por la obra, que responde con varias pistas de sonidos de reacciones de público virtual, tomados de las grabaciones utilizadas en radio y televisión para representar a la audiencia. Funcionaba como una especie de espejo de participación: de una parte el espectador real, cuyos movimientos activan la obra, y por otra esa audiencia codificada – distintos grados de aplauso, ¡oh!s de ternura, abucheos, etc. tipificada por caracteres psicosocilógicos… Cuando se habla de arte interactivo se está también utilizando una expresión que se utiliza también en el mundo de la política y en la sociedad. Parece que la participación ciudadana está en el centro de la cuestión que legitima cualquier forma de organización, y cualquier tipo de iniciativa tanto pública como privada. Sin embargo, yo no puedo evitar sentir que esas participaciones programadas, están tan perfectamente codificadas que a la participación real le precede un cálculo de resultados que convierte la participación en una mera escenificación. Ya no son modos auténticos en los que un sujeto real y una ciudadanía real actúan y son capaces de transformar sus propios modos de vincularse y de organizar. Esa obra pertenecía a una exposición del año 1999 titulada «Interpasividad», que era una contestación personal a esta proliferación de la idea de interactividad. Me parecía que cuando se hablaba de arte interactivo muchas veces se sustituía el auténtico vínculo que transformaba al espectador en la obra, y transformaba la obra en el espectador, sustituía por un juego en el que la posibilidad de actuación del espectador estaba muy restringida a mandos y pulsadores, y con unas respuestas totalmente predeterminadas que impedían un auténtico vínculo entre la obra y el espectador. Y que en cierto modo lo que se compartía en la interactividad era más bien la pasividad.

JF – Hoy, en los museos, algo que se nota cada vez más, desde el museo de historia natural al museo arqueológico y al museo de arte, es una perversión dese cambio de la situación del espectador en el museo originada por los artistas en el siglo XX, cuando estos han cambiado el museo, la sala de exposiciones, en un espacio de trabajo para ellos mismos y para el espectador que a ellos se reúne como cómplice y participante del proceso artístico. Cuando el museo se vuelve también el estudio de trabajo donde lo efímero puede ocurrir, y donde el espectador puede formar parte de un proceso donde lo efímero es, como Harald Szeeman decía, el nuevo objetivo de un nuevo tipo de museo, que así podrá acoger el nuevo tipo de arte producido a partir de las décadas de los 60 y de los 70. Ocurre que esa participación del espectador, esa entrada del espectador en el proceso artístico, redunda hoy en una manera de ocupar y de entretener al espectador dentro del museo, alejándole de sus condiciones de interpretación para mantenerlo ocupado con dispositivos que el museo le pueda ofrecer. Ya sean dispositivos de lectura, ya sean dispositivos de diferente tipo de interacción donde puede incluso estar viendo la imagen digital de la obra que tiene delante con una app… Todo eso son ejercicios de redundancia que alejan el espectador de la interpretación. Me acuerdo de un texto muy interesante de Hito Steyerl1 que dice precisamente que el móvil es el principio máximo de sustitución del trabajo por la ocupación, manteniendo a la gente alejada de la reflexión, claro, porque mientras estás ocupado haciendo cosas no tienes tiempo para pensar en muchas otras cosas. Y en este caso, la situación paradójica que tienes en el museo contemporáneo es la de intentar que el espectador se acerque a la obra con dispositivos que lo alejan de ella obra, que lo alejan de la posibilidad de interpretación… El museo contemporáneo sustituye muchas veces el conocimiento por la información, porque conocer es interpretar…

JLM – Todo lo que cuentas tiene que ver con la radical asimetría que se produce precisamente en todo este tipo de mecanismos entre el programador y el usuario, entre la Administración y el ciudadano …Que se hace todavía más abismal conforme se actúa en tiempo real. Digamos que el tiempo real deja sin recursos de interpretación al usuario porque quedan todos en manos del programador. Justamente esa era mi intuición cuando preparé aquella exposición, «interpasividad», que en sus diferentes salas exploraba algunas de las paradojas de la interactividad. La formalización que predetermina los modos de interacción simultáneamente escenifica la participación real y la impide: instituye una legitimidad popular al mismo tiempo que bloquea la participación popular. Tanto en el arte llamado interactivo, como en las fórmulas interactivas de la vida social y política, se comportan como trucos monumentales pertenecientes a esa lógica monumental que nace de la Revolución francesa. Es la escenificación de la legitimidad popular ascendente, que instituye la nueva legitimidad del museo, y del propio arte. Conforme más se ritualiza y monumentaliza la participación, tanto más parece que el museo hace justicia a un arte que se instala en lo real. Porque no sólo tiene que ver con los índices de audiencia, sino con los índices de participación de la audiencia, o mejor dicho, con los modelos de participación aceptados. Y como dices, son los artistas, y no los sistemas mercadotécnicos del capitalismo avanzado, los que primero introducen esta lógica dentro del museo; y después el propio museo, a la hora de ser hospitalario, acogiendo esa participación ritualizada como procedimiento propio del museo con respecto a su audiencia. Se trata, creo, de un juego muy perverso. Otra obra presente en la exposición, titulada “omnimpotencia”, de 1999, que también formaba parte de «Interpasividad», es una sala convertida en una gran pizarra transitable. Una pizarra es un espacio simbólico de intervención efímera, está predestinada a ser borrada y a ser reescrita. Digamos que es el espacio mismo de la participación, en cualquier contexto. Por otra parte la pizarra también ha tenido muchas apariciones en el arte contemporáneo, estoy pensando en Beuys, en el propio Oteiza, etc. En “omnimpotencia” ese espacio abierto a la intervención, está paradójicamente confrontado con situaciones de intervención y de planificación. En este cubo negro, donde el público puede intervenir, hay una serie de elementos emblemáticos también convertidos en pizarra: una urna de votación que aquí sólo permite la participación externa, mediante la tiza –es decir, una participación no interpretable como sufragio; y un globo terráqueo convertido en pizarra donde uno puede fabricar su universo personalizado, como hicieron los surrealistas con el mapa-mundi, o como un nacionalista que puede hacer que su provincia sea enorme respecto a un continente entero. Se plantea así una especie de relatividad en el mapeado del planeta que forma parte de una especie de apropiación del mundo. Recuerdo que cuando hice aquel planisferio convertido en pizarra lo vinculé con “El mundo como voluntad y representación” de Schopenhauer. La idea de una “omnimpotencia” aludía también al carácter impotente del poder, pues cuanto mayor es el poder que se detenta, tanto más difícil perturbar el sistema de poder que te sostiene.

JF – Hay en la exposición un ejercicio paródico de situaciones ritualizadas o de convenciones, por las cuales representas aquellos momentos en que la democracia fija sus participantes, en cierto modo, tan emblemáticos de su naturaleza como también indicadores de sus limitaciones porque son los únicos momentos de contacto del ciudadano con la “res publica”. Hablo de las elecciones, simbolizadas por las urnas donde se ponen los votos, y hablo de las declaraciones de la renta, que son hoy los grandes momentos de participación del ciudadano en la democracia. Nuestra democracia propone al ciudadano dos grandes momentos de contacto con la vida pública: las elecciones y los impuestos… Presentas precisamente dos obras, una referente a las elecciones, que abre la posibilidad de expresión del espectador más allá de las urnas, produciendo y compartiendo signos con todos los demás espectadores, así como un otro singular proyecto de “democracia fiscal”, que se presenta ahora por primera vez… En esto presentas una singular declaración de la renta donde el ciudadano es invitado a elegir el modo en que su dinero puede ser aplicado en la república, en tu república…

JLM – Sí, es cierto, no lo había pensado así pero sí es cierto que son seguramente los dos únicos momentos donde uno tiene un contacto real con la administración y por tanto con aquellos que se supone son los representantes del pueblo, para el pueblo y desde el pueblo. Y claro, en la exposición esto también sucede de una manera paradójica. Primero hay unas mesas electorales con una serie de urnas. Cada urna, en cierto modo, se dirige a una cierta cuestión ligada a estas paradojas de la participación. Hay una evocación de esa urna cuya participación sólo es externa, convertida en piedra, es decir, en monumento de mármol clásico, etc. como una especie de emblema. En otra de estas obras, una ampliación tridimensional de un fragmento de piel se convierte en urna. En otra la urna contiene otra urna que contiene otra urna que contiene otra urna que contiene otra urna, como una especie de homenaje a esos cuadrados rusos de Albers, haciendo imposible el voto. En otra de la urnas, un montón de granos de arena suman participaciones hasta conformar una curva de gauss, la figura de la estadística por excelencia… Y hay también una obra que refiere directamente a los impuestos. Digamos que la máxima participación del ciudadano consiste en la donación de trabajo, de tiempo y de dinero a lo común. La vida en sociedad supone para un ciudadano, el sacrificio de parte de sí mismo y de sus deseos y de sus experiencias a un supuesto bien común. Se llaman impuestos porque no se confía en la voluntariedad de la donación. Claro, los impuestos suelen vivirse como un sacrificio pero son el compromiso más fuerte que uno tiene con su ciudadanía, con sus compañeros de ciudad y con sus compañeros de Estado, pues supone dar parte de su trabajo para garantizar lo común, los servicios, las prestaciones, las garantías, etc. y en fin, para garantizar todo aquello que puede sentirse como un derecho. Por tanto, no hay nada ilegítimo en los impuestos, sino todo lo contrario. La sensación de molestia que los ciudadanos tenemos con respecto a los impuestos tiene que ver con el juicio público sobre la conveniencia del gasto y con la justicia del tributo, es decir, con la certeza de una mala administración y de una recaudación injusta. El tributo tiene esa raíz que tiene con la tribu, participar en la tribu significa que parte de uno mismo pertenece a la tribu. Es decir, la pertenencia exige un sacrificio. Eres parte de la tribu porque tributas. Habría que resaltar, ya que estamos directa o indirectamente hablando de la noción de estructura, y de las relaciones entre las partes y el todo, que el tres es el número de la máxima tensión de pertenencia, además de ser un número primo, es decir, sólo dividible por sí mismo y por la unidad…

Los tributos, en fin, tienen un lugar monumental o representacional muy importante con respecto a la tribu. Pero la participación ciudadana no incluye la posibilidad de controlar el gasto, ni puede tener la convicción de que esa aportación va dirigida a aquello que uno desea como ciudadano. En algunos países, como el Estado español, el sistema fiscal permiten elegir la posibilidad de dirigir una parte muy pequeña de sus impuestos bien a la Iglesia católica bien a otras obras sociales. La obra “democracia fiscal”, que presento aquí en la exposición, surge de la fantasía de un sistema fiscal que permitiera a cada ciudadano decidir a qué se dirige el 100% de su aportación, de su entrega. Eso implicaba, y ésa es la paradoja de esta obra, un conocimiento extraordinario de la estructura del Estado y de la administración del gasto público. Se trata de una situación paradójica porque el esfuerzo que como ciudadano tendría que hacer para saber en qué se gasta el dinero y cómo quieren que se gaste, es inmenso. Requiere un grado de implicación por parte del ciudadano enorme al que la ciudadanía tampoco está dispuesta, por incapacidad, por falta de formación cívica, y por falta de deseo. He querido confrontar al espectador aquí con esa paradoja: necesitaríamos saber mucho más de la estructura del Estado para ser buenos ciudadanos; y el mismo tiempo la Administración se aprovecha de esa falta de formación e implicación favoreciendo la delegación de responsabilidad, para que sean los administradores los que deciden el gasto. Entendía sobre todo que esta forma de participación sería una forma de democracia radical porque si tú decides punto por punto los porcentajes del dinero que tú inviertes en lo común, decides de ese modo la estructura misma del Estado: cada campaña de recaudación supondría un reparto que reorganizaría Ministerios, Consejos, Departamentos y actuaciones. Tu tributo redefiniría constantemente la estructura del Estado. Por supuesto aplicar un sistema tal crearía enormes problemas prácticos, pero estas diez páginas de una supuesta declaración aspiran menos a una realización, que a una reflexión. Pretendía confrontarme a esta extraña entrega del tributo. No es casual que se utilice la palabra “declaración”, que comparten el contexto policial y el amoroso. Como se declara el amor, la declaración de la renta es una declaración de tu trabajo y de tu deseo de ofrecerlo.

Hay otra obra que realizamos en CVA en 1980, otro juego paradójico de participación. Se tituló “sobre arte” y fue una conferencia-acción en la que utilizamos los trucos y métodos sociológicos de las encuestas, para definir un artista ideal, a gusto del público. A través de casi doscientas preguntas, se enfrentar al espectador a la posibilidad de decidir la sensibilidad, las preocupaciones, los comportamientos y los modos de un artista. Aunque como encuesta propugnaba la configuración de una especie de retrato robot de un artista ideal, de un artista definido por voluntad popular, tampoco aquí importaban los resultados, sino enfrentar al espectador a las preguntas, creando un cierto estado mental respecto al arte.. La encuesta parte también de uno de los sistemas paralelos de retroceso de la democracia. En la estrecha relación histórica entre la estadística y el Estado, las encuestas no son sólo avances de resultado o cálculos, sino también y cada vez más, mecanismos de propaganda destinados a transformar la opinión pública.
De hecho, en la exposición, está presente otra serie de obras, titulada “sugestivo categórico” que refiere a esa cuestión sobre la sublimidad publicitaria. Se trata de imágenes autoestereográficas, que sólo bajo condiciones de mirada, permiten apreciar ciertos mensajes.

JF – Tu uso particular del discurso y del lenguaje es seminal también en tu trabajo artístico. En el mapa que el espectador ve al inicio de la exposición, se confronta de inmediato con un discurso muy propio, con aquello que en varios momentos has nombrado como un «disléxico», como un dialecto muy particular hecho de juegos de palabras que te llevan a polisemias, a diferentes posibilidades de interpretación. La manera en que utilizas el lenguaje es una manera muy singular de utilizar una convención social y eso se nota en tu uso también de los otros discursos presentes en la exposición. Ese paralelismo entre el discurso verbal y las convenciones sociales revela en tu obra la cuestión sobre la relación del individuo con la convención social?

JLM – Hombre yo creo que el punto de intersección es justamente la lógica de la representación. Y la representación en sí tiene mucho de convencional. No lo sé… Por ejemplo, empezando por las palabras, más de una vez he dicho que no son neologismos sino paleologismos, en el sentido más foucaultiano de la palabra “genealógico”. Entender de qué modo se instituyen las convenciones, de qué modo la representación instituye su relación o su correspondencia supuesta con lo real, forma parte de la naturaleza humana y de la vida social, pero también de la vida psíquica, porque si el mundo se nos hace comprensible para cada persona, y convivencial en los vínculos es precisamente porque compartimos. Yo creo que ahí hay muchos matices pero básicamente la cosa funciona así. Si podemos tener la sensación de que compartimos formas de representación y de lenguaje es porque ha habido un proceso constituyente donde esa correspondencia se ha establecido en lo común. Y son correspondencias de valor pero al mismo tiempo son correspondencias de significación. Hoy en día la palabra “convención” de acuerdo a la tradición romántica que persiste, es una palabra sospechosa. Y sobre todo en un contexto artístico donde parece que la libertad está por encima de la convención. Nada más extraño que pretender crear un lenguaje propio, excepto si confiamos en hacer a los demás partícipes.

JF – Una cosa que diferencia tu trabajo de otros trabajos donde las cuestiones sociales y asuntos sociales pueden estar presentes es esa constante puesta en cuestión del sujeto. La disolución del sujeto parte, en tu trabajo, del lenguaje o de una situación expositiva que confronte aquel que visita, aquel que va a interpretar, con los múltiples laberintos que la obra le va a abrir, una obra que es sobre todo mucho más plural que monológica. Esto es muy diferente, por ejemplo, de la clásica relación de la obra de arte con el sujeto social, tradicionalmente mucho más monológica y mucho más proyectiva de la construcción de un ego, como lo constatamos si nos acuérdanos de Beuys, por ejemplo..

JLM – Sí, yo no diría tanto la institución del ego cuanto la institución de la identidad del sujeto. Deberíamos referirnos a la genealogía del sujeto. Yo creo que sí que hay una preocupación por abordar esta cuestión, digamos genética, del sujeto. Pues el sujeto se constituye continuamente por sus vínculos sociales, y ahí es donde el sujeto aparece también como correlato de ciudadano. Por decirlo tajantemente, la subjetividad es el producto de una creación, bien sea social –entonces hablaríamos de una subjetividad normalizada, convencional-, bien sea personal –entonces hablaríamos de una subjetividad autorial, singular. Desde esta perspectiva, una república sólo puede estar compuesta por autores: la república como obra sólo puede ser obra de autores como sujetos. Solo la deconstrucción de su identidad –lo que exige un acto creativo- haría del sujeto un ser singular. Pues la creación del sujeto implica la destitución de imaginarios impostados por su propia cultura. Y de ahí que la “convención”, como tú decías, seguramente es un lugar de discusión donde se negocia la subjetividad. Pero no aceptando el quedar atrapado en imágenes, que es precisamente lo que define la identidad, idem-ontos, ser igual. Nada hay más contrario a la creación del autor como la hoy tan cacareada “búsqueda de identidad”, o “autorealización”. La identidad viene configurada por la sedimentación de los aprendizajes y adiestramientos adquiridos, y por los restos fantasmáticos de experiencias previas, todo lo que te condena a una trampa imaginaria de identificación. La tarea de un artista y de un espectador es, precisamente, sorprenderse a sí mismo en unas formas inéditas de ser, gracias al ejercicio de la obra, de la elaboración. El sujeto sería una consecuencia de las obras, la obra hace al autor, como he oído decir a muchos artistas. Pero lo hace en términos de una destitución de la identidad, sólo a través del ejercicio de la obra y de muchas obras, y de mucho tiempo, uno se sorprende a sí mismo porque detecta algo de su deseo más real, de su máxima singularidad. Y volviendo al tema del estilo, el estilo es justamente lo contrario de la identidad estilística.

Nos sucede lo mismo en nuestra condición de ciudadanos. Los vínculos auténticamente sociales no se establecen por identidades comunales, de acuerdo a una significantes externos que son significaciones sociales alrededor de una causa, un enemigo común, una creencia, un interés que se supone que es compartido, sino más bien a través de lo real de unos vínculos basados en deseos que no siempre son comprensibles para los sujetos. La convención –incluso en el sentido de reunión y conversación- es precisamente el espacio donde se negocia la intersubjetividad en términos políticos, y es también el espacio donde en términos subjetivos se constituye la subjetividad en la destitución de las identidades. Es un poco paradójico pero la convención es también el espacio del diálogo, entendiendo que el diálogo suspende el logos, lo fractura –“di”-. El diálogo suspende el logos precisamente porque suspende la lógica habitual de las significaciones, del querer decir.

JF – Por ejemplo, eso se manifiesta cuando añades a esta exposición series que extienden otras manifestaciones ya ritualizadas de emblemas, como por ejemplo tus «Coronas» y tus “Retratos Republicanos… En estos utilizas la figura del busto, de la cabeza republicana, pero sustituyes la efigie, lo “humano”, por la representación de utensilios, de utensilios como las “cabezas” de llaves para apretar, para construir, para desapretar, las llaves de tornillos… Es imposible no conectar esto con esa emblematización de una clase obrera que ha tenido sus momentos también en la historia de la ciudadanía. El uso de un utensilio podría ser aquello que podría clasificar la identificación social de una persona, que ahora en este momento aparece como paradójicamente monumentalizada en la figura del busto. Al mismo tiempo los objetos se manifiestan como una sinécdoque, en su condición de variaciones de partes por lo todo… Son variaciones de una serie casi mecánica en sus posibilidades de expresión y al mismo tiempo identificaciones sociales de alguien (de una clase social) que sólo se distingue en función de un objeto. La cuestión del objeto en tu obra es una cuestión interesante, porque es una cuestión que, en cierto modo, conecta con el cuerpo, como cuestión básica de la identidad. Cuando presentas el objeto en construcciones geométricas múltiples, tú tienes por ejemplo falsas series donde los objetos jamás se repiten pero se están siempre diferenciando. De la misma manera que también aquí, esos instrumentos para tornillos se están siempre diferenciando también. Entre identidad, diversidad. ¿Es en el objeto donde tú encuentras un reflejo de las paradojas de la identidad?

JLM – Seguramente. Podría entrar en el asunto bajo dos puertas. Una puerta tendría que ver con esa idea muy mcluhaniana de que todo lo que los humanos hacemos son extensiones de nuestro propio cuerpo. De tal manera que una herramienta realmente extiende ciertas capacidades motoras o sensoras y las convierte en un dispositivo externo. Allí donde la uña no puede llegar, llega el destornillador. El destornillador no es una extensión y eso le hacía decir a McLuhan que los humanos nos hemos ido convirtiendo en el órgano reproductor del mundo de las máquinas. Porque proliferan a nuestra costa y nos condenan a su servicio… La proliferación de las extensiones nos retrotrae a una situación en la que, ya no sólo modificamos el mundo a través de objetos sino que el mundo de los objetos se ha hecho tan importante en nuestras vidas, que conforme nos han dado fuerza nos han debilitado. Y ello en un contexto en el que, como dirían Charles S. Pierce o Wittgenstein, el sentido es el uso, y es una regla de acción. De tal manera que hablar de usos es hablar también de escenificaciones y de sentidos. El objeto nos retrotrae a la lógica del cuerpo expandido a través de la cultura o de dispositivos de cultura material.

Esa sería una entrada, ligada a la noción de extensión. La otra entrada a la cuestión tendría que ver con la noción de reciprocidad, a través de la idea muy psicoanalítica de las relaciones de objeto. Para el psicoanálisis un objeto es todo aquello con lo que uno se relaciona .sea una persona, una cosa, o una parte de una persona o una cosa-. El fetichismo permite apreciar cómo una parte puede ser tomada por el todo, eludiendo así las complejidades del trato con lo real de otro ser. Si el sujeto se define por sus relaciones de objeto, la cualidad del objeto y la elección de objeto se vuelven sustanciales en la constitución de la personalidad. Recuerdo que, en contestación a la lingüística de Jakobson, ligada a la idea de que “un significante sustituye a un significado para un sujeto”, Jacques Lacan plantea que “un signo es un significante que sustituye a un sujeto para otro significante”… De acuerdo a esta lógica, el sujeto es una apenas el eslabón de una cadena de significantes que lo mueven y que lo arrastran mediante objetos de deseo y objetos causa del deseo, convirtiéndole casi siempre en un intermediario entre objetos. De nuevo aquí McLuhan coincidiría con Lacan. Pero con una definición mucho más técnica que afecta a la lógica misma de la representación. Si el sujeto es un límite entre significantes, y sus elecciones de deseo están condicionadas por imágenes, por significantes externos que en cierto modo le hacen desear, el estatuto del sujeto es bastante precario. No se trata del sujeto del humanismo, como centro de voluntad y designio, sino más bien una penumbra de decisiones que apenas puede controlar sus impulsos. Entre este sujeto difuso y aquél sujeto centralizado, la autoría como creación configura la noción de sujeto social, como responsabilidad y acción.

Por otra parte, la cosa –res- en la -cosa pública- es lo real de lo público. El equívoco en la noción que plantea Bruno Latour de una “política de las cosas” (Dingpolitik), es asumir como sujetos políticos –es decir, sujetos de responsabilidad parlamentaria- a entidades no humanas: ¿Cómo quedarían convocados en asamblea? ¿Bajo qué ventriloquía trascendental otorgarles voz y voto? ¿Acaso las antiguas castas de sacerdotes no se habrían instituido –precisamente- como “intérpretes” de la voluntad de los que no tienen voz? ¿No es siempre el silencio instrumentalizado por el consenso de los que hablan? Lo “repúblico” no equivale al carácter público de lo real, sino al carácter real de lo público. Es más bien la cosa entendida como núcleo constitutivo de lo social –la cosa de la que se trata-, y también la cosa como núcleo constitutivo de lo personal –la cosa que trata-. Creo que el arte ofrece una oportunidad a la cosa. No tanto en el sentido heideggeriano, de un ocultarse de sí misma, sino en el sentido freudiano, como un eje integrante de la subjetividad, como lo real de una pérdida constituyente y ajena a la significación. La cosa del arte es tanto un reconocimiento del poder del objeto, como un reconocimiento de la represencialidad implícita en el objeto. Todas las extensiones y las reciprocidades de y con el objeto, se intensifican en la obra de arte.

Las herramientas, los instrumentos, los útiles, son huellas del trabajo humano, pero también artefactos que crean al sujeto humano, lo habitúan y lo transforman. Son por ello útiles sociales, en una relación en la que la sociedad misma es el producto de los utensilios. Todo lo que existe puede ser convertido y contemplado como herramienta. La función es imaginaria, no está en los objetos, sino en las reglas de acción que admitimos como evidencias de sentido: duros o blandos, materiales o inmateriales, corporales o sensoriales, afectivos o ideológicos, los instrumentos son normas de uso, programas de acción, voluntades de dominio. Pero además una herramienta está siempre entre el deseo de alguien que la creó y el ansia de quien la emplea. Por eso tras su dureza funcional se desvela la fragilidad y la humanidad de esos programas. En la serie titulada “software”, las esculturas se mostraban como útiles de un catálogo contemporáneo de “programas de acción” que evocan la hipertrofia de una sensibilidad finalista que más allá de las ideologías, se hace fuerte en lo que Perniola llamó las sensologías, y que convierte el cuerpo en amasijo de funciones y órganos, las sensaciones en un campo de explotación, el goce en una industria, las emociones en un hechizo de afecciones y afectos, y la vida en una carrera, en una ciencia.

Como en toda la serie “software”, en los propios retratos republicanos, la herramienta, y el objeto, aparecen como ese lugar de penumbra, donde el sujeto queda definido en cierto modo como correlato de su propia extensión, como asignado socialmente a un sentido y un uso. Esta situación extraña aparece en algunas obras mediante la conversión de unos órganos sin cuerpo en herramientas, en la conversión del propio utensilio en representación del sujeto, pero también como la singularidad misma de la herramienta. Al convertir una herramienta en una evocación de presencia, se escenifica una representación metonímica del sujeto, como cuando en un museo se coloca la paleta de un pintor. Esa metonimia del utensilio es un desplazamiento de lo real en lo imaginario, que hace presente algo del sujeto. Algo ciertamente diferente de lo que se hace presente en una obra concluida.

Los retratos republicanos aluden a una obra anterior, titulada “las bodas químicas” que pertenece a la colección de Helga de Alvear, y que también estará presente en la exposición. Esta obra era el punto final de aquella exposición titulada «Software» que era una exposición dedicada justamente a esta especie de intersecciones entre el sentido y el uso de la herramienta y del sujeto. En ese punto donde el cuerpo y los órganos del cuerpo formaban parte de una carnicería convertida en herramientas extrañas, un clavo y una aguja, al contrario, se presentaban al espectador como presencias antropomórficas y antropométricas. Y yo creo que lo conseguía, es decir, que un cierto reflejo subjetivo entre el espectador y ese clavo y esa aguja que evocaba de modo extraño una figura masculina y femenina. En este mismo sentido, los retratos republicanos enfatizan la lógica del retrato como mecanismo de presencia. Desde el retrato republicano en la antigua Roma, el retrato legitimaba aquello que sucedía a su alrededor. La represencia de un senador, de un monarca o de un presidente de la república legitimaba transacciones comerciales, juicios legales y todo tipo de operaciones institucionales. Consideré que era un buen ejemplo del modo en que el emblema del retrato adquiría una dimensión de re-presencia, haciendo presente una presencia humana a través precisamente de herramientas antropomorfizadas sin ninguna transformación. Por lo demás, como dices, las herramientas aluden a cierto tipo de trabajos que están muy ligados al trabajador. Frente a otro tipo de herramientas más inmateriales, y el tamaño de las herramientas es inversamente proporcional a la categoría social. Digamos que la herramienta ahí se relaciona la clase trabajadora que también tiene mucho que ver con la estética revolucionaria, con la estética republicana.

Las coronas son aureolas, materialización de cierta distinción, son también dispositivos de distinción. Desde el laurel, resquicio de la sacralidad de los árboles, hasta las coronas murales, que representaban los muros del perímetro del imperio, las coronas han acabado siendo epítomes de la monarquía, pero originalmente también eran distinciones colocadas en la cabeza de las desdichadas víctimas de una condena o sacrificio. Castreneses, triunfales o cívicas, aplicadas a dioses, faraones, deportistas, emperadores, papas, aristócratas, militares, ciudadanos heróicos o difuntos, establecen una jerarquía de nivel que rompe la continuidad social. La idea de estas “coronas republicanas” provenía de la incongruencia de un círculo de distinción en un imperio de igualdad. De qué modo lo común deja de serlo al ser distinguido. Fueron surgiendo diferentes modalidades. Algunas referían al mundo del trabajador, mediante un perímetro de herramientas que evocaban un trabajo conjunto –como si la corona estuviese siendo eternamente “trabajada”; otras fragmentaban el círculo exigiendo ser sustentadas por varias cabezas al mismo tiempo, como una especie de trípode; otras referían a la propia medición craneal; y algunas referían a formas de distinción de la iconografía popular, como el embudo como corona para los locos.

JF – En centro de la exposición encontramos un archivo, donde el visitante podrá confrontarse con múltiples evidencias de tus proyectos. ¿Cómo ves la presencia de este archivo en la exposición? El corresponde a lo que llamas aquí los museos morfológicos, los museos demográficos… Se trata de una transferencia de tus archivos, de una reconstrucción de tus archivos, pero también de una referencia a los archivos del museo? Se trata de un reto a los archivos que un museo pueda presentar en una exposición?¿Cómo lo ves cuando estás trabajando en un museo que se distingue precisamente por la manera en que parte del archivo como una idea de la redefinición de su función en la comunidad y en la sociedad? Es a partir de una muy democrática idea del archivo que este museo se redefine también. ¿Cómo lo ves?

JLM – Este museo, de acuerdo a un discurso muy contemporáneo, ha situado la cuestión del archivo en la mesa de discusión, incluso de una manera específica a través de estéticas archivísticas, que a veces niegan la idea misma del archivo. Pero, como dices, en mi caso prefiero llamarlos museos, más que archivos. Seguramente la mayor diferencia está en las relaciones entre las partes de un archivo. Porque en tanto en cuanto se producen más y más interacciones entre las partes el archivo deja de ser archivo para convertirse en un ecosistema, en una conversación, o en asamblea, o convención. Yo lo que creo es que es también una manera de conversar con la propia lógica del archivo en el museo. La manera de llamarlos museos es también como empezar con el propio museo y con sus agentes una conversación sobre la cuestión del archivo, provocando en el discurso, mediante esa afirmación: “no son archivos, son museos”. Entonces ¿a qué me refiero cuando digo que son museos y no archivos? Precisamente a la lógica de las interacciones. Por ejemplo, el museo que llamábamos morfológico no es exactamente un archivo de mis archivos, ni tampoco una especie de intento de dar cuenta de muchas cosas que no pueden aparecer en la exposición respecto a obras anteriores, etc., sino plantear de qué modo en la mezcla de tiempos todo se ve alterado. El presente se ve alterado por el pasado, el pasado se ve alterado por el presente, es decir, que hay una completa contaminación que hace que la génesis de las formas artísticas o los objetos artísticos sea una historia transversal, auténticamente transhistórica, y por lo tanto niega por completo la lógica del archivo. Porque hace que convivan elementos –dibujos, videos, esculturas, esquemas, documentos, libros- que se han creado o escogido bajo ciertas condiciones y que no sólo se ponen al lado sino que están confrontándose para generar otras cosas, y por lo tanto ensayando una especie de museo morfológico, o morfo-genético más bien, se apunta el modo en que las formas artísticas se van se constituyen como tal. Las obras se generan como organizaciones, como composiciones y su forma de ser, su morfología implica un modo particular de relacionar las partes y el todo, las jerarquías y las proporciones entre los elementos, las variaciones y diferencias sensoriales, los sistemas. Por ello la noción de república surgía aquí ligada a la noción de sistemas complejos. Concibo la obra como condensación material, como integración de un espacio categorial de materialidades –real, imaginaria, y simbólica-. La unificación de estas modalidades de materialidad es una de las condiciones más significativas de la obra de arte -frente al documento, la fórmula, la teoría o la técnica-. Esa integración material hace de lo físico un elemento irrenunciable. Por ello considero la escultura como el campo disciplinar más adecuado a una reflexión sobre la integración material.

JF – Has trabajado en tu obra cuestiones como la demografía, las políticas del control de natalidad, como ejemplos de un principio instituyente de toda la sociedad, de su cultura, de toda su dimensión política. Hoy constatamos, en Estados Unidos por ejemplo, que todas las diferencias ideológicas entre liberales, conservadores, marxistas, neoliberales, todo eso, se radicalizan cuando se trata de la cuestión del aborto, que sigue siendo siempre como una de las cuestiones más fundamentales de la discusión ideológica de nuestro tiempo. Casi todas las grandes diferencias que hay en el discurso político entre derecha e izquierda, en la tradición de la Revolución francesa, de su Convención, como hablábamos, se radicalizan y resumen frecuentemente a sólo eso.

JF – Una cuestión básica también de la demografía y del control de natalidad, que tú has trabajado en tu obra y que es un principio instituyente de toda la sociedad, de toda la dimensión política de la sociedad, es curioso porque vemos hoy, en Estados Unidos, que independientemente de todas las ideologías entre liberales, conservadores, marxistas, neoliberales, todo eso, hay una cosa muy identificatoria que es la cuestión del aborto, por ejemplo, que sigue siendo siempre como una de las cuestiones más fundamentales de la discusión ideológica de nuestro tiempo. Sobre la cual no se escribe ideológicamente pero que es la más básica, simplista y discutible, y eso se ve por ejemplo en España también, eso pasa siempre que… casi como la gran diferencia que hay en el discurso político entre derecha e izquierda, en la tradición casi de una Revolución francesa, la convención, como hablábamos, pues se resume casi a sólo eso.

JLM – En lo que hemos llamado el “museo demográfico”, se incluyen una serie de obras y documentos realizados entre 1991 y 1993, que rodeaban estas cuestiones. Para mí la cuestión demográfica es una cuestión central. Central porque está en el núcleo mismo de la constitución de la sociedad. Y lo que tú planteas es tan así, que podemos, recorriendo la historia, darnos cuenta de que no es una cuestión actual. En el libro MA(non é)DONNA, que escribí en el 93, coetáneo a toda esta serie que aparece en el museo que hemos llamado demográfico, yo intenté indagar lo más profundamente en la paleoantropología y en la historia de las cuestiones demográficas. Progresivamente fui consciente de que prácticamente desde el Neolítico, la lógica del crecimiento demográfico es la lógica del crecimiento económico, en una persistente y estructural conexión entre reproducción y producción, de tal manera que la demografía es un instrumento del capitalismo que nace en el Neolítico. La intensificación superproductiva y super-reproductiva surgen simultáneamente hace unos cuantos miles de años. El carácter ancestral de esta entente entre producción y reproducción explica la dificultad cultura para comprender la lógica del decrecimiento que, desde posturas más bien de izquierdas, está intentando frenar la locura de una situación insostenible de crecimiento económico ilimitado, y la limitación real de recursos planetarios. Es una lógica de sensatez, con respecto a lo real del mundo material que se opone frontalmente a la fantasía de un crecimiento infinito propia del circuito financiero.

La demografía ha sido uno de los más importantes instrumentos y objetivos políticos. En aquellas series de obras que ahora aparecen en esta “museo demográfico”, intentaba ahondar en estas cuestiones a través de una reflexión sobre la relación entre iconografía y la demografía. Y esto es lo que aparece en este museo demográfico. Siendo la demografía una cuestión política fundamental, la demografía, ¿de qué modo esto se ha traducido en la construcción de imágenes? ¿Acaso las imágenes no han contribuido de forma sustancial en las estrategias de estimulación productiva-reproductiva? ¿Y de qué modo? A partir de todos aquellos trabajos, advertí que el modo de representar el cuerpo humano, -lo que supone un 80% de la completa iconografía del arte universal- no había sido neutral con respecto a las representaciones ligadas a funciones demográficas. Y de manera especial en la representación del cuerpo femenino. El trabajo de aquellos años hzo que yo fuese invitado durante casi una generación, a contextos de discusión feminista, y cuestiones de género, etc. porque descubrí que la imagen de la mujer -a través de distintas mitologías y culturas- permitía recorrer la historia doble de la discriminación sexual y la estimulación natal. En un juego muy perverso que atraviesa los imperios clásicos, las repúblicas modernas y el imperio posmoderno.

Estos dos museos son seguramente los que van a tener una apariencia más archivística, pero quiero insistir en esa negación de la lógica del museo porque es la afirmación de una lógica de interacciones entre partes. Digamos que el archivo parece pertenecer a la ética republicana y la lógica del Derecho, con esa vocación enciclopédica del registro y sus promesas. Pero entiendo que el Museo es aún más una cuestión republicana, en tanto no trata con registros, sino con cosas. Bruno Latour dedicó un capítulo especial de sus “Atmósferas de la democracia”, a la relación etimológica entre asamblea y ensamblaje. Me reconocí en esa relación porque, como te decía, la idea misma del título de esta exposición nace de una intervención sobre collage y fotomontaje alrededor de la recuperación del cuerpo en estéticas de fragmentación, es decir, de ensamblaje. La idea de asamblea implica que las partes están conversando, interactuando y no sólo cada una en un casillero. Por muy expandido y difuso que sea un archivo, seguirá siendo un archivo, supone un orden inferior de organización. Mientras el museo, -más allá de la idea de ensamblaje o de asamblea- supone la creación de criterios de unificación que dotan de propiedades a los componentes y propician un ecosistema de interacciones múltiples.

JF – Es curioso constatar en tu obra otra evidencia de algo que es también consecuencia de una historia de la república: tus trabajos realizados a partir de unidades de medida como las cintas métricas. Ha sido la República francesa la que ha conseguido unificar los sistemas métricos o los sistemas de peso, por ejemplo. Esa uniformización ha servido después como manera de globalizar el comercio mundial. Esa búsqueda de una normatividad global que es inherente a la ascensión planetaria de una clase social es una de las consecuencias de la Revolución francesa también, y después, de la Revolución americana. Tus unidades de medida, que son todas diferentes, van a desfigurar y a desconfigurar esa normatividad: todas ellas se van a torsionar, se van a espejar, se van a alejar de su misión normativa original, para regresar casi a una individualidad del objeto donde cada objeto se diferencia de otro objeto como expresión también de la diversidad, de la pluralidad de las personas que los puedan mirar y en ellos se puedan espejar. Tus unidades de medida métrica sobre presentadas sobre una base espejada que refleta y dobla. Veo esto como ejemplar de la manera en que tú vas a individuar siempre aquello que es social, también. Será a partir de esa noción de lo que vas a llamar más tarde en otra serie un «dividuo» que confrontas también el individuo con su condición reptiliana inherente a toda su vida social. ¿Cómo describirías en tu trabajo ese juego entre el objeto convencionalizado y el individuo que lo particulariza?

JLM – Si me permites antes de responder, igual continuando con lo anterior, yo te devolvería la pregunta respecto a la cuestión del archivo en relación al museo. ¿No crees que la discusión que hoy en día se tiene en el contexto del arte, no específicamente dentro del museo, sobre la lógica del archivo es más estética que estructural? ¿Cómo lo dirías?

JF – Se están pasando muchas cosas los museos en este momento que redefinen contextos y procesos de trabajo con sus archivos. El modo en que el propio artista ha empezado a utilizar y a construir archivos y sistemas de documentación como soporte del proceso artístico, cambia también el modo en que se trabaja con un archivo en un museo. Uno de los problemas que los museos es cómo diversificar sus reglas, ampliar y diversificar sus normas en función de la diversidad de archivos que acogen. Si antes el archivo era un archivo de documentos objetuales, hoy hay archivos que pueden pasar por la transmisión verbal, por la transmisión de lo inmaterial dentro del museo. Vas a guardar una obra como esa de Kosuth con la silla, la fotografía, la definición de la silla y todo eso, poniendo la silla en el departamento de escultura, la fotografía en el departamento de fotografía y la definición el departamento de obra gráfica?[risas]

La organización del museo cambia en función de los cambios que la obra de arte ha manifestado. Tampoco es lo mismo poder proteger y guardar un conjunto de instrucciones de cómo producir una situación, guardar un conjunto de archivos sonoros o audiovisuales y definir las condiciones de acceso a esos archivos o, por ejemplo, guardar objetos. A partir del momento en el que el museo archiva lo inmaterial, la definición de archivo va a cambiar. Hoy los museos tienen que definirse también en función de nuevos retos que la cuestión del archivo les plantea, cuando considerada a partir de una visión crítica de la historia del mundo. El Museo Reina Sofía, por ejemplo, intenta redefinir el trabajo con sus archivos a partir de una situación poscolonial, intentando no ser una institución global más que acumula archivos de todo un mundo colonizado, sino desarrollando redes entre diferentes archivos, contribuyendo a identificarlos archivos, clasificarlos, manteniéndolos donde están y buscando condiciones para que sigan donde están pero siendo compartidos por redes de museos y otras instituciones, propulsoras de nuevas institucionalidades. Es importante que los museos pongan disponibles sus archivos en red. El concepto de red no sólo es una posibilidad sino también un objetivo ético para que el archivo contemporáneo no sea el tesoro del castillo, de un espacio opaco como caja fuerte de saberes, de objetos, de fetiches. Otra manera de plantear esa cuestión del archivo estará también en el modo como el museo puede trabajar con el archivo de un artista, de un crítico, de un coleccionista, siendo cada uno expresiones de un retrato muy particular. Como incorporar, como no incorporar, como tratar los archivos que existan en el mundo, ya sea cuando los adquiere ya sea cuando los trabaja en red con otros, y los archivos están en otra parte, no perteneciendo a todos y al mismo tiempo siendo compartidos con todos, esas son una situaciones hoy muy diferentes, que son un nuevo proceso instituyente del museo en nuestro tiempo.
JLM – Mi pregunta también iba hacia la idea de que el archivo se convierta en un dispositivo de exposición. Y que, tal como lo planteas, refiere a una voluntad de transparencia. Es decir, hacer que más público pueda tener acceso a mucha información que muchas veces simplemente es archivada a la espera de investigadores.

JF – Todo eso parte también del hecho de que los artistas han empezado a utilizar los archivos, los sistemas de documentación, como soporte de su trabajo. Es influenciado por los artistas que Szeeman, también aquí barómetro y pionero, construyó la exposición dedicada a su abuelo. La historia de un peluquero se cruza con toda una historia de la Europa Central. La exposición enseñaba, como la Nouvelle Histoire ya lo había proclamado, que cada persona es un archivo, que cada persona también es un museo. Muchos artistas, conscientes de eso, resisten al museo instituido para construir su museo, su manera de trabajar la referencia, el documento, el registro, la imagen, el texto, el dispositivo de presentación. El artista va a redefinir el museo a partir también de “su” propio museo, también. Como creo que ocurre contigio y con tu trabajo en esta exposición.

JLM – Me resulta divertida la idea, también genealógica, de que coleccionismo y colonialismo están muy emparentados. En cierto modo cada persona es coleccionista, y en cierto modo también coloniza el mundo, coloniza el pasado, coloniza la experiencia.

Es muy propio de la legitimidad democrática el reconocimiento de la singularidad de cada sujeto, lo que implica también una cierta política de las biografías, y creo que eso está muy presente en el museo contemporáneo. El reconocimiento de la singularidad a través de esa idea de que cada sujeto es en sí un universo biográfico que está plagado de experiencias, que pueden resultar atractivas y valiosas para los demás, etc. Y eso nos lleva al tema universalización de los sistemas de medida, y al de la humanización, o de la singularización de las normas, con respecto a las unidades de medida. La historia de las unidades de medida, de las unidades globalizadas de medida, encontrará en la época republicana de la Enciclopedia, un lugar fundamental. Toda unificación se realiza a costa de sacrificar singularidades. Pero, en cierto modo, la universalidad y la singularidad son las dos caras de la moneda moderna, inextricablemente unidas en el desarrollo de la experiencia moderna. Imaginé una situación contemporánea en la que la letra pequeña de los contratos, de la ley, se puede considerar como una especie de síntoma del grado de modernidad de la ley frente a una orden tajante. Pero al mismo tiempo la letra pequeña es ornamental, en el sentido de que nos introduce dentro de un laberinto donde sólo los técnicos en la norma, son capaces de bucear y de salir del laberinto. De tal manera que la letra pequeña también desprotege al ciudadano que no domina la técnica legal. Y eso hace también que las leyes sean cada vez, conforme se hacen más sensibles a las singularidades, tanto más pierden su universalidad, con los peligros políticos que eso implica …por no hablar de la jurisprudencia. Que exista una ley para unos y otra ley para otros, permite unos niveles de desigualdad brutales. A base de matizaciones y jurisprudencias, la sofisticación moderna ligada a la singularidad, destruye también el potencial de unificación igualitaria que se introduce a través de los sistemas de medida compartidos. En relación a estas paradojas, imaginé una situación en la que existiera una norma para cada sujeto en cada situación, como la realización máxima de la máxima relativización y contextualización de la ley y la medida. Hay dos series vinculadas con la lógica de la medida. La primera, de 1998, titulada “relogos”, remite a la función monumental de la medida del tiempo, y consistía en conjuntos de pedestales que incluían relojes asociados no tanto a la marca del tiempo cronológico, sino a movimientos en sistemas de categorías. La segunda proviene de una obra “anormatividad”, que más tarde se convirtió en el origen de la serie “Arules”, imaginando esa situación en la que un ciudadano no sólo tiene un voto, sino un sistema de medida. Y comencé a torsionar sistemas de medida convirtiéndolos en únicos e irrepetibles. Pensaba que estas reglas torsionadas evocaban bien el narcisismo contemporáneo y la perversión del principio de singularidad, convertida en un requisito de homologación. Es como la idea de igualdad ante la ley, cuando la ley no es igualitaria… Por eso coloqué cada una de estas reglas torsionadas sobre un espejo, procurando reforzar esa idea narcisista de una medida que se vuelve incapaz de resolver un vínculo porque se ha personalizado tanto, que sólo sirve para una situación, para una circunstancia y también para un único sujeto. Por lo tanto ya no funciona del todo como medida, y si no es una medida ¿qué es? Esta es la cuestión básica de la socialidad contemporánea.

JF – Tu textualidad es una parte relevante de tu trabajo. Diferentes tipos de textos se pueden manifestar, desde diferentes tipos de meta-textos, como el texto de ensayo o reflexión sobre un asunto artístico, político, o psicoanalítico, por ejemplo, hasta otros textos constituidos como obra literaria, como tus ejercicios paródicos de otros autores. Roland Barthes ha relacionado el estatuto del escritor y el estatuto del escribidor. Siendo el escribidor aquello que escribe a partir de los textos del escritor, aquello que trabaja sobre los discursos, con los para-textos, como ocurre con el crítico. Barthes ha combatido esa dicotomía por el identificada, defendiendo que el discurso crítico puede ser también una evidencia de la escritura, no se limitando a ser sólo una demonstración de «escribiduría»…

JLM – Seguramente, pobre Barthes, no ha asistido a una última deriva contemporánea del escritor descendiendo hacia el escriba.

JF – [risas]

JLM – Es casi un anotador de cuentas…

JF – Me interesan mucho esos textos tuyos que son claramente textos literarios, sobre todo cuando son paródicos de otros discursos, como el discurso ensayístico, como ocurre con tus apócrifos de Lacan, pero también pueden ser paródicos del discurso biográfico, como ocurre con tu texto de Malevitch, o pueden ser paródicos del discurso literario como tu reinvención literária a partir de Mallarmé.

JLM – Y paradójico, también, al emular al escribidor… y al escriba…

JF – Algunos textos tuyos son como un ejercicio de alteridad que espeja una reciprocidad entre el que escribe y lo que escribe…

JLM – No sé, seguramente tiene que ver la destitución de la identidad para construir subjetividad. Yo no tengo miedo a la contaminación, o a quedarme encerrado en las imágenes o en los reflejos de otro. Y seguramente eso me permite más que camuflarme, dejar que lo que yo recibo como algo importante me atraviese, y obre en mí lo que tenga que obrar, sin miedo a perder mi integridad. Y al mismo tiempo, la relación con la textualidad es menos importante de lo que parece. Quiero decir, que soy, como todos los humanos, un ser hablante, y la lengua también me atraviesa, y no la elijo, me viene dada, como lengua materna, y como lenguajes aprendidos en tanto son interiorizados. Pero la sensación que tengo es que mi forma de elaborar mi trato con el mundo no es a través del texto. El texto en todo caso es esa parte irrenunciable, como humano, con respecto al estar atravesado por la lengua, pero no le otorgo un lugar central. En esto he discutido con los psicoanalistas… pues no creo que el inconsciente esté estructurado como un lenguaje, ni que la verbalidad o la textualidad sean suficientes para afrontar ciertas cuestiones que creo funcionan en un orden mucho más iconográfico-simbólico, digamos, analfabeto, por decirlo de alguna manera. Por otro lado, aunque los artistas no somos analfabetos, nuestras obras son analfabetas aunque tengan textos, pues escapan a la lógica del sentido. A lo largo de la historia, los artistas han recorrido todos los géneros literarios: poemas, narraciones, novelas, ensayos, textos programáticos, manifiestos… unos más cosas, otros menos, pero finalmente, tiendo a reconocerme más en los artistas (que son la mayoría, que no son excepciones) que han estado al borde de los saberes de su época, y en el manejo fluido de varias formas de representación, incluidos los lenguajes.

JF – ¿Cómo has empezado a escribir?

JLM – Yo creo que he sido muy tardío, hace poco recordaba en una entrega de premios que mis habilidades infantiles por el dibujo me llevaron a tomar clases diarias de dibujo con un profesor sordomudo. Estuve con él años, yendo todos los días a su casa, cuyo timbre era una bombilla. La manera de aprender no pasaba por la palabra, sino por las manos. Él me cogía la mano y me dirigía o también ponía mi mano en la suya para que yo sintiese el gesto. Era una cosa muy performativa, por una parte, y ajena al discurso. Y yo también durante la adolescencia fui muy tímido y muy buen estudiante. Tenía una magnífica relación con el saber, pero una difícil relación con el habla. Sí tenía una cierta necesidad de intentar comprender lo que hacía sin palabras, ´ganando cierta distancia en la reflexión. Yo recuerdo en la adolescencia echaba de menos en las clases de arte lo que sucedía en las clases de literatura: análisis pormenorizados del modo en que se fabricaban las nociones. Mientras que la enseñanza artística estaba reducida a una cuestión casi pretecnológica, de manualidad, o de visualidad. Veía que en los análisis literarios había mucho más precisión. Y los perfiles que yo admiraba, incluso en los poetas, eran perfiles dobles. Por ejemplo, en España Pedro Salinas, que era un excelente poeta pero también un gran ensayista. Y en los artistas me empezaba a suceder lo mismo. Cuando me encontré con 17 años con los artistas conceptuales y minimalistas me sentí muy cómodo. Porque encontré artistas que no querían delegar el plano del texto a los especialistas en el discurso, los teóricos, los historiadores, etc. De modo que fue natural asumir la responsabilidad de la reflexión y de la transmisión. Después vino el encuentro con Oteiza que también era un gran ensayista. Y de la mano de los artistas, todo lo demás. Bastaba acudir a sus fuentes para interesarme por la semiología o la fenomenología. No se trataba de una cuestión exclusiva ni del arte conceptual ni del siglo XX. Por eso me ha interesado mucho toda la textualidad de los artistas desde la Antigüedad. Desde el «Tratado de la pintura» de Leonardo hasta “Arte y sociedad”, los textos de Peter Halley o Robert Morris, de Luciano Fabro, es que son formidables, porque a su modo, independientemente del tono ensayístico, o poético o como fuera, los artistas transmiten muy bien, manejan muy bien el lenguaje, y para mí ha sido una cosa importante por eso. Al mismo tiempo, mi manera de utilizar el lenguaje está totalmente contaminada por las formas visuales y por la mecánica. Para mí el texto es una materia tan física como la más dura de las piedras. Fracturo y ensamblo sin ninguna contemplación. Di una charla sobre la escritura paranoica y yo la titulé «Escrisuras», advirtiendo también que la raíz etimológica de la palabra «escritura» coincide con la de crisis. Entonces yo entendía que la escrisura era una manera de referirme a esa cuestión crítica, de momento decisivo de algo que se ponga en el sujeto del propio habla.

JF – ¿Y cómo empiezas a construir los discursos paródicos?

JLM – Más que paródicos, quizá sea mejor llamarlos como has sugerido, “arcanos”. Creo que por admiración y por una necesidad de distanciamiento. Para medir el grado de afinación… Medir es medirse. Decía Satie: “he medido a Beethoven, a Bach”… Esto me lleva a preguntarte al revés, ¿cómo lees las cosas? ¿o cómo te enfrentas a una obra? ¿qué esperas de ella?

JF – En la lectura de tus textos paródicos la primera impresión es una sensación muy rara, como si estuviéramos oyendo una pieza desconocida de un compositor que conocemos. Eso crea una sensación muy ambigua entre la admiración por el reconocimiento de un virtuosismo textual y conceptual, y nos confronta al mismo tiempo con la búsqueda de lo que hay de diferente, donde se abre, como diría Derrida, esa difererrancia que separa el texto de sus matrices. Esa será una cuestión que se queda siempre en abierto, y es la cuestión que nos entusiasma al leerlo hasta el final, y a pensarlo.

JLM – Has respondido por mí [risas]. Sí porque es un poco… yo tengo esa misma sensación de los textos. Yo creo que, en cierto modo, siempre parten de la admiración, en sentido de reconocer que algo me ha tocado en esos personajes, pero al mismo tiempo, de medir la distancia… ¿qué me falta en ellos? ¿qué falto yo para ellos? Es casi como poner un capítulo extra en su obra, algo que resuena en mí y que a través de ellos yo puedo decirlo con su voz, o algo parecido. Es una manera para mí divertida de hacerlo y, por otra parte, respetuosa sin exceso, porque un exceso de respeto es una falta de respeto. Yo muchas veces me he acercado por ejemplo, cuando yo conocí personalmente a Derrida, fue aquí en una conferencia que dio en la Escuela de Arquitectura de Madrid. Estaba rodeado de apóstoles, y yo creo que ese exceso de respeto a él sólo le perjudicaba. Porque él mismo se había convertido en su propio apóstol. Eso me defrauda siempre. Creo que hay que tener un cierto grado de confianza con aquello que respetas para poder ir más allá de la devoción.

Por otra parte, estoy convencido de que todos somos todos en cierto grado, aunque sea un muy pequeño grado. Quiero decir que si estimulas cierta predisposición, puedes aumentar tu empatía, y reconocer en tí al otro. Aunque en cada uno la combinación y la proporción sean diferentes, todos tenemos algo de autistas, de geniales, de estrictos o indolentes; todos tenemos todos los caracteres, y todas las pasiones, así que basta con concentrarse para saber dl otro. Cuando Geertz descifra el “estilo” de algunos de los antropólogos más relevantes de la historia, reconoce ese juego de espejos deformes en que consisten los encuentros –del antropólogos y el nativo, de un antropólogo y otro, etc.

JF – ¿Tu trabajo como profesor ha sido también importante para el desarrollo de tu textualidad?

JLM – Seguro, porque yo no estaba… Cuando yo primera vez entré a dar clase en una universidad, llegué muy joven y con una gran dificultad para lo público. Así que para mí fue un auténtico ejercicio gimnástico y emocional muy fuerte, seguramente porque la timidez es siempre un síntoma del exceso de influencia en la presencia del otro. Como si estuvieras demasiado afectado por la presencia del otro y necesitas protegerte, primero con el silencio, después con palabras y con objetos. Siempre hay una especie de espacio intermedio, o de materia intermedia entre la presencia del otro y tu propia presencia. Mi tarea como profesor fue muy importante porque me ejercitó mucho en la desprotección, en evitar la necesidad de esa intermediación. Al mismo tiempo, de explorarla hasta el máximo. Creo que hay en el arte un cierto compromiso de transmisión. Como autor, uno nunca es del todo indiferente con respecto a lo que le pase al otro con respecto a la obra. Eso no quiere decir que quieras predeterminar una conducta, pero algo quieres cuando dejas algo para que otro lo encuentre. Y por eso te preguntaba ¿tú qué haces… con respecto a las obras, o qué esperas con respecto a ellas?. Porque lo que yo quiero no es exactamente que haga algo alguien con respecto a ellas, pero sí quiero que algo suceda.

JF – Eso nos plantea también la cuestión de cómo te constituyes en espectador del proceso de creación. En tu obra, tú buscas siempre constituir como un universo de referencias que puedan ser comunes al espacio del espectador. Donde el espectador se sienta familiarizado y al mismo tiempo extraño en el territorio que abres a partir de referencias comunes. Y eso sucede mucho con las referencias que pueden ir desde la teoría psicoanalítica al dominio de lo político.

JLM – Desde luego reconozco que, sin querer predeterminar al espectador, procuro ofrecer un despliegue de pistas, de rastros, de orígenes, mostrando en las obras su propio proceso, su incompletud, su origen. Es como mantener una cierta proporción entre lo que compartes y lo que transmites, entre lo común y lo más propio. Lo que dices me hace pensar de nuevo en el origen de las palabras que usamos para designar la cosa, “Ding”, thing”, “res”, “causa”, tal y como han sido usadas en ambos contextos -político y psicoanalítico-. En sus diferencias, comparten algunos aspectos: la cosa es una condensación que se resiste a la significación, que es fundamental en la constitución del sujeto, y que también es fundamental en la constitución social… La cosa, es fin, es siempre cosa-pública, pero es intensamente cosa íntima. Seguramente la obra de arte es el objeto artificial que más puede acercarse a la cosa freudiana y a la cosa heideggeriana o latouriana. También la obra de arte refiere a una imposibilidad de significación, una centralidad subjetiva, y a una mediación social. También la obra de arte es una cosa pública y una cosa íntima…

JF – Ocurre muchas veces cuando no existe un contexto crítico y discursivo para la recepción de la obra de arte, que el artista constituye ese mismo contexto…

JLM – Fabrica el contexto que necesitas para desarrollarte, así que seguramente creces de forma monstruosa…

JF – Eso ha ocurrido con los textos producidos por los artistas de todas las vanguardias. Estas han sido periodos de gran “excitación” textual, porque no existía recepción textual para sus obras. Pero eso ocurre también en contextos que están marcados por un cierto aislamiento, como lo que ha ocurrido en la península ibérica ya sea en el contexto español o portugués, contextos marcados por un aislamiento histórico en relación a la discusión de ideas en dos tercios del siglo XX… La verdad es que en todos estos años que has trabajado tú no has tenido una recepción textual de tu obra, no hubo un contexto de recepción crítica, que es una cosa que te afecta no sólo a ti sino a la mayoría de los artistas que operan en este contexto histórico donde se reconoce un déficit de crítica. Por eso también es interesante que en una exposición a la que llamas «República», la textualidad puede estar presente. Una república se hace también de textos, y es precisamente el acceso a los textos, la práctica de los textos, lo que puede también definir a un ciudadano.

JLM – Claro, sí, tienes toda la razón, desde luego, esa falta de interlocución textual ha sido una cosa que he echado mucho en falta. El silencio es una respuesta frustrante para un artista. A menudo he intentado propiciar una interlocución, y no sólo en el mundo del arte, mediante la organización de seminarios, de ciclos de conferencias, invitando a todo tipo de personas de disciplinas diferentes, buscando una interlocución para el arte. Pero el interés no ha sido del todo recíproco. Pero reconozco que a nivel personal la conversación interna y externa al arte ha sido muy rica, y que en virtud de mi curiosidad he sido invitado a conversaciones en contextos filosóficos, antropológicos, psicoanalíticos, arquitectónicos, incluso gastronómicos, y por supuesto artísticos, lo que impide sentir abandono. Pero lo que es más interesante es lo que decías respecto a la importancia del parlamento, del hablar como una de las condiciones para la condición de la ciudadanía. Diría que la importancia del hablar proviene de la escucha. Para el artista contemporáneo, la falta de interlocución es a menudo el resultado de un exceso de expresión, de un comportamiento sordo a los demás. Y en todos los órdenes sociales, la falta de interlocución, y más hoy en día, muchas veces tiene que ver menos con una falta de discursos, que con una falta de escuchas. Quizá sería necesario que el parlamento se convirtiese en un «escuchamento», en un «écouterment» [risas], un espacio donde la gente se escuche, pues el parlamento ha dejado de ser un lugar de diálogos para convertirse en un lugar de discursos, en el sentido expresivo de la palabra. La libertad de expresión, que es un principio moderno por excelencia, ha degenerado en un libertinaje de expresión. Digamos porque sólo puede ser libertad en tanto en cuanto esté asociada a una “libertad de impresión”, que es también un derecho, el derecho a administrar qué es lo que recibes, qué es lo que ves, qué es lo que escuchas. Seguramente sea la asimetría entre la expresión y la impresión lo que hace que de nuevo vivamos más bien una especie de ciudadanía maniática, como una república de millones de luisXIVs. Pues la libertad de expresión de un monarca absoluto es desproporcionada respecto a la de cualquiera de sus súbditos. La falta de libertad de impresión es tan seria como la falta de libertad de expresión, pues una falta absoluta de libertad de impresión supone la imposibilidad para tener una opinión propia, estar sometido a todas las formas de inducción. Incluso en las sociedades más participativas, un ciudadano no puede decidir su espacio perceptivo, y vive en un ambiente denso de reclamos publicitarios que diariamente intentan influir en su conducta. Es un espacio perceptivo vendido por las administraciones públicas al mejor postor. No se trata de una generosa oferta de información, sino del sometimiento del ciudadano a la obligación a recibir esa oferta. Por eso en el futuro la lucha por la libertad de impresión será una condición ineludible en la conquista de la liberta de opinión. De modo que un auténtico parlamento debe ser un lugar de escuchas e intervalos, un lugar donde hacer posible el habla de la escucha. Y sólo puedo entender las obras de arte, como mecanismos para fabricar espacios de escucha, de mirada.

JF – Pero ¿eso sería como un modo de interpretación crítica, semiótica, a lo Umberto Eco?

JLM – ¿Pero de qué parte de Umberto Eco? [risas]

JF – Llega un momento en que, ya sea en Barthes ya sea en Eco, tú tienes un discurso semiótico que busca interpretar críticamente la cultura popular en sus iconologías, simbologías… etc.

JLM – A partir de McDonald, de Umberto Eco y otros muchos, la diferencia entre alta y baja cultura tampoco es tan tajante, sobre todo hoy, que la alta cultura ha jugado, ha coqueteado con el camuflaje y con la discusión sobre esa diferencia y ha incorporado muchos de los significantes de la cultura popular, y viceversa. Y recíprocamente, la cultura popular está plagada de referencias e intersecciones con la alta cultura. La deconstrucción funciona también como un vaivén intercultural, en el que cada cultura te libera de la exclusividad de la otra, cada una es una herramienta de indagación de la otra. Y en esa oscilación, emergen posibilidades, tanto para el autor como para el espectador.

JF – Tu discursividad también se impregna del discurso psicoanalítico. Hace poco me ha sorprendido cuando me has dicho que para ti el lenguaje no es una estructura del inconsciente.

JLM – No, al revés, lo que he dicho es que el inconsciente no está estructurado como lenguaje. Efectivamente el lenguaje sí es una estructura del inconsciente, pero el inconsciente no está estructurado como un lenguaje. Yo creo que la estructura del inconsciente es más compleja que la de la lengua. De hecho, entre un sueño y su recuerdo verbal hay un salto enorme. Es decir, que entre el sueño que uno sueña y el sueño que uno cuenta hay un abismo, que es precisamente el intervalo fértil para el análisis. Y el sueño mismo no está estructurado como un lenguaje en un sentido epistémico, a través del cual podríamos incluso descifrar una significación. Pues como saben los psicoanalistas, los propios sueños son ellos mismos interpretaciones, por lo que la interpretación de los sueños no aspira a comprenderlos, sino a instrumentalizarlos en la deconstrucción del fantasma.

JF – Has entrado en el discurso psicoanalítico…

JLM – Yo entré en el discurso psicoanalítico por casualidad, es decir, por necesidad. Estaba en Roma trabajando en toda aquella relación entre iconografía y demografía, sumido en el universo de las representaciones del cuerpo, del placer y del dolor, junto a las asociaciones y correspondencias entre órganos corporales y funciones simbólicas, etc. En ese contexto recuerdo estar paseando en una biblioteca y abrí un libro, que resultó ser el Seminario XVIII, de Lacan, titulado “Aún”. Yo había tenido algún contacto previo con los Escritos, y había recibido un curso de doctorado sobre Freud, y tenía bastantes reticencias respecto al relato psicoanalítico. Pero en aquél momento, y por casualidad, leí algo así como “cuando uno llega a Roma y ve el «Éxtasis de la beata Ludovica Albertoni se da cuenta de lo que el arte cristiano ha sido siempre: obscenidad”. La “ciudad eterna”, como un gran dispositivo barroco de inducción subjetiva, confirmaba esa frase, que resonó en el trabajo que estaba realizando, como una apelación a la representación del placer como técnica de gobierno. Aquél encuentro me llevó a sumergirme de una manera muy gozosa en los seminarios de Lacan. Pero de una manera muy libre, sin pretender comprender, y fui encontrando, en todo el fárrago insoportable y casi psicótico, de su forma de hablar, fórmulas muy muy precisas, que aparecían con una fuerza de condensación tremenda. Como, por ejemplo, cuando dice “los ricos tienen una propiedad, que no pagan”: que creo es una definición radical y sencilla de la economía más compleja. Eran joyas o instrumentos de descubrimiento de estructuras latentes, a veces muy obvias, pero por eso también muy olvidadas.

JF – En nuestros días, hay escrituras que utilizan tanto el eslogan, el juego frasista, como la de Zizek, heredera de esa extraordinaria capacidad de síntesis que Lacan tiene en algunas frases.

JLM – Zizek, pero incluso Derrida, creo que tiene una forma de escritura muy contagiada del discurso psicoanalítico, no sólo en el contenido sino en el modo. El psicoanálisis funciona también mediante iluminaciones o condensaciones de consciencia que deconstruyen cualquiera de la hipótesis de la fantasmagoría personal. En el caso de Zizek es una técnica muy consciente que garantiza un impacto polémico, liberado, además de los largos y tortuosos caminos del habla lacaniano. Esas condensaciones significantes en el habla funcionan con la especificidad que tiene un objeto artístico. Su definición morfológica específica está plenamente impregnada de aperturas de sentido, pero la especificidad estructural es una condición necesaria para la posibilidad de apertura.

Respecto a Lacan, la exposición titulada S¡ resultó un pequeño homenaje. Para ella realicé un documental que incluía mi segunda conferencia apócrifa, titulada “D´amour, savoére”, que acompañaba a moldes de besos, fundidos en plata y en polímeros. Junto a mi primer texto apócrifo de Lacan, titulado “Imposible”, fue un acto de consideración, pero también de distanciamiento. En ambos empujaba su estilo hasta hacerle decir cosas que hubiera deseado escuchar. Dalí, de quien Lacan tomó su hipótesis sobre la psicosis, se refería al “camuflaje psicológico”. Creo que captando el estilo, te introduces en la obra de un autor de forma más profunda que a través del análisis de contenidos. Como cuando copias una obra, y sientes físicamente la cosa desde dentro. A través del modo comprendes cosas que de otra manera no es posible. Hoy en día los historiadores del arte hacen prácticas, por ejemplo, de pintura al fresco, pues se entiende que esa experiencia física les capacita mejor para interpretar la historia que sólo a través de la contemplación iconográfica o de los textos.

JF – Es muy interesante, por ejemplo, en este momento en que tenemos la última exposición de Hamilton aquí en el museo, ver cómo Hamilton hizo la reconstitución del “Gran Vidrio” y de otras obras de Duchamp, no como copias hechas a partir de originales, pero sino como verdaderas reconstrucciones. Él parte de las notas y las reinventa por él mismo, las rehace “por primera vez”…

JLM – Realiza lo latente. Recuerdo una exposición en el Museo del Prado hace más de 25 años, titulada «Rubens, copista de Tiziano», que me pareció una auténtica lección de pintura. Eran cuadros de Tiziano enfrentados a la copia realizada por Rubens de ese mismo cuadro. El mismo tamaño, el mismo programa iconográfico… pero uno era 100% Tiziano y el otro era 100% Rubens, eran exactamente iguales, excepto en todo [risas]. Era fantástico.
JF – Pero eso es también tu modo de construcción de una textualidad, una manera también de habitar la dimensión cristalina de los estilos. Porque un estilo es poliédrico también en sus posibles manifestaciones. Como en los “pastiches et mélanges” de Proust…

JLM – Sí, yo creo que todos los estilos están metidos en cada estilo. Tú ves un poco de cerca… te acercas al minimalismo y te das cuenta que entre un minimalista y otro hay una diferencia tan grande… o mayor que la que hay entre el minimalismo y el impresionismo. Dan Flavin no sólo es importante por el uso artístico de elementos industriales de iluminación, o por el uso de sistemas numéricos sencillos, sino por cierta cromaticidad pictórica ligada al impresionismo y aplicada a la arquitectura del espacio, mientras las raíces de Robert Morris emparentan sus obras con el surrealismo. Y Robert Smithson es impensable sin la querencia por la cultura popular americana o la literatura y el cine alienígena. Cuanto más aumentas el grado de resolución más te das cuenta de que todos los estilos están contenidos en cada estilo. Las exigencias de singularidad en el relato de la historia introducen cortes que simplifican la complejidad, especialmente en el discurso, incluso en el discurso de los propios artistas, cada estilo sea mucho más diferente de otros. A menudo los discursos programáticos son mucho más radicales y simplistas que las obras.

JF – Hablemos también de otra cosa que creo que me parece seminal en tu obra, que es la cuestión del deseo… Cómo te acercas a esa cuestión a partir de las obras de arte, de las cuestiones teóricas, sociales, cómo el deseo se vuelve en tu trabajo un deseo de presentar lo impresentable, un modo de trabajar en ese intersticio de lo real que está más allá del consciente, que está más allá del cuerpo, que está entre los cuerpos, que está entre las palabras, que está entre los discursos. Hay como una idea de intersticio en tu práctica del fragmento. Como por ejemplo el espacio entre dos bocas que se besan, que tú vas a intentar objetualizar en toda esa serie de besos en la que cambias completamente la representación del beso… Todos nosotros somos rehenes del cine y todos conocemos cómo dos rostros se acercan y se tocan y se besan. Pero tú vas más allá, vas a los fluidos, vas a aquello que no se representa, aquello que es irrepresentable y lo materializas de una manera muy propia. Como si la obra resultante pudiera ser consecuencia de los intersticios del irrepresentable… que materializas…

JLM – Estábamos hablando de la textualidad, y desde luego reconozco que no elaboro las obras ni conceptual ni materialmente desde una textualidad argumental o temática. El proceso escapa al control y a la consciencia. Es en todo caso, más que un discurso, un discurrir en el doble sentido de llevar y dejarse llevar. Más que un texto, un tejer. El proceso está abierto, dispuesto, disponible para que sucedan cosas; tú dispones una serie de elementos, y en cierto modo esperas que suceda algo en tu relación con ellos y en el propio proceso material. Y esperas también que algo del deseo vaya dictando ese proceso desde lo arbitrario hasta lo ineludible. Es decir, que va fijando todo un fondo de ideas, de intenciones conscientes, de preocupaciones sobre el mundo, sobre tí mismo, sobre las relaciones, sobre el propio arte, etc. pero también en la importancia de la fisicidad material, la emergencia de obstáculos, de falta de recursos, en las fricciones con lo real. Y esperas que todo eso se vaya condensando en cierta concreción, en cierta estructura, cuyo resultado puede darte claves para comprender a qué está jugando tu deseo, qué te traes entre manos, haciendo lo que crees hacer.

Por eso decía que si es cierto lo que dices es muy difícil responder, porque el deseo es el inconsciente, y es cierto que el deseo es lo que mueve el trabajo, más que las ideas o las preocupaciones. No debemos confundir el sujeto que un artista está siendo con el artista que un sujeto está siendo. La coordinación o descoordinación entre el sujeto y el artista implica -como persona- una preocupación por el mundo y por la vida, e implica -como artista- una preocupación por el arte. El arte exige una cierta “ecualización” entre esos dos tipos de preocupaciones, porque si prevalecen o sólo existen las preocupaciones del artista, tendremos la figura de un artista narcisista, ensimismado en sus elucubraciones, o en juegos artísticos autoreferenciales …Y si prevalece o sólo existe la preocupación por el mundo, digamos que el arte deja de tener lugar, y se convierte en otra cosa: comentario, documentalismo, crítica, reflexión, activismo –todas ellas cosas importantísimas-, pero sin los compromisos y las exigencias del arte. Pues en el arte, la tensión entre esas dos preocupaciones permite indagar mucho más afondo en cada una de ellas, más allá de las significaciones mundanas y de las fantasmagorías personas, y mucho más allá de las retóricas artísticas. Para el arte los temas que trata son menos importantes que el arte; para los temas que trata el arte, el arte es menos importante que los temas que trata.

También es difícil responder a la doble cuestión sobre si es cierto que el deseo tiene un lugar importante dentro del proceso de elaboración, y si eso tiene que ver con un proceso de visualización de lo invisible… Creo que la clave está en la experiencia del instersticio o del pliegue, de los repliegues y complejidades que están afectadas en el proceso de elaboración. De hecho otra de las partes de la exposición alude a una serie de obras titulada «Implejidades», una palabra que remitía a esa experiencia entremezclada de complejidad y de implicación, lo que excede la coincidencia etimológica, ligada al “pliegue”. La implicación -sensorial, emocional, ética, lógica- remite a una especie de recursividad subjetual, y al límite entre el exterior y el sujeto. Mientras la complejidad asume la fragilidad del límite entre orden y desorden. La complejidad se interpreta como un orden complejo, en el que las regularidades e irregularidades, los componentes y los oponentes, sostienen conjuntamente una estabilidad estructural. Se entiende también como un modelo de organización simultáneamente descentralizada y jerarquizada, como un orden implícito, como un aspecto constituyente, como la interacción o sensibilidad entre las partes, muchas veces las obras operan sobre principios dialógicos que asocian términos antagonistas. Y se asocia también con cierta condición de incompletud –como si no existiese del todo un Todo”.

Ese intersticio de implejidad que hace que algo no sea lineal ni claro, es la condición de complejidad interna y de implicación vincular. Desvelar los pliegues, los intersticios, no es tanto un juego para intentar ver lo invisible sino el reconocer la complejidad implícita.

En los moldes de besos, no intentaba hacer una versión novedosa de la tradición del beso -desde Rodin o Brancusi a todos esos besos cinemascópicos que han sido muy importantes en nuestro imaginario. Cuando hice aquellos moldes, mi intención deliberada era hacer frente a una situación muy perversa respecto al capitalismo y el mundo de las emociones, respecto a la capitalización del deseo. Me resultaba chocante la proliferación de academias de seducción, cursillos de caricias, y todas las secuelas de la promesa de un arte de amar. Me parecían perversas todas esas mecánicas, síntomas de un capitalismo emocional, donde las emociones están sujetas a una lógica capitalizable de sentido y de uso. Creí que la quintaesencia de esa perversión podía ser precisamente la fábrica de moldes de besos, para después fabricar besos desde los moldes. Y decidí ofrecer como obra, la evocación de un molde utilizable. El procedimiento fue generar instantáneas materiales de ese instante del beso. El proceso era muy artificial, afectaba a la intimidad del beso, negaba la intensidad y el afecto del beso …y aún así, son representaciones, metonimias de besos, pero también representaciones de la perversión del beso en la sociedad contemporánea, del beso mercantil. Esa era una intención consciente que después reconocí en las radiografías pornográficas de Wim Delvoye. Y el resultado fue una iconografía monstruosa, llena de recovecos, morfologías cavernosas, resultado de convertir el interior de las bocas en una unidad entre las dos bocas y una unidad que hacía materia del agujero y del fluido. El resultado fue muy extraño, porque al mismo tiempo esas formas tan cavernosas y La nobleza del material -de una nobleza antigua, como la plata, o de nobleza industrial, como las resinas autopolimerizables- junto a la escala antropométrica de las bocas en el beso y las formas monstruosas hicieron surgir una extraña belleza.

JF – Hay también como una matriz daliniana en el hecho de no separar el interior y el exterior en el cuerpo.

JLM – Sí, sí, seguramente…

JF – Porque Dalí también pervierte la representación de la belleza tal como la reconocemos…

JLM – Sí, yo creo que Dalí fue muy consciente, seguramente por sus vivencias corporales, y también psicóticas, del modo en que el cuerpo estaba sometiéndose a un capitalismo salvaje. Yo creo que planteó de una manera muy lúcida la relación entre capitalismo y canibalismo. En ese famoso cuadro titulado «Canibalismo de otoño», el beso de dos amantes se convierte en un acto de mutua devoración. Los moldes de besos iban acompañados de una conferencia apócrifa de Lacan sobre el saber del amor. Era una reflexión sobre el amor en el capitalismo, donde se refería al beso como devoración contenida, a la relación entre la oralidad del discurso y del beso, etc.
De diferentes modos, puedo reconocer cómo en mis obras el desvelamiento de la subjetividad reflexiona sobre las extrañezas de nuestra vivencia contemporánea con respecto al cuerpo, con respecto a los vínculos sociales, etc…
La serie “arlma”, despliega todo el sistema antropométrico de las culturas clásicas, para generar construcciones no antropométricas, en términos de configuración, pero que evocan el tipo de “piel” característica de la estatuaria y la imaginería barroca. Estas esculturas siempre se han expuesto conformando conjuntos, al modo de un desfile de diversidades. La reversión del cuerpo en su interioridad y exterioridad puede apreciarse, por ejemplo, en otra serie, representada en la exposición, cuyo título genérico es “dividuos”, que está relacionada con lo que hablamos.
Estos “dividuos” también son moldes, pero en este caso son moldes de cráneos humanos, invertidos además, como si le das la vuelta a un calcetín, haciendo que lo convexo se convierta en cóncavo. De nuevo haciendo que el interior y el exterior se modifiquen, inviertan su sentido, haciendo que el lugar interior quede desplazado al afuera, y el lugar del espectador se sitúe en el interior. El reverso de los cráneos crea figuras monstruosas, vagamente antropomórficas…

JF – Incluso muy reptilianos…

JLM –Sí, bueno, por el neurólogo Paul McLean sabemos que nuestro cerebro es tríuno, contiene cerebros residuales de momentos evolutivos sucesivos, cada uno especializad en diferentes funciones… y el cerebro más antiguo, que controla las percepciones y las conductas ligadas a la territorialidad, la sexualidad y la agresividad, es un cerebro reptiliano. A el se suma un cerebro mamífero, que administra todo lo relacionado con la memoria, la afectividad y la socialidad. Y una pequeña corteza cerebral, el neocortex, especializada en inventar, delirar, mentir e investigar. No existe una coordinación perfecta entre estos tres cerebros, lo que explicaría muchas conductas sociales. Imagina un sujeto cuya máximo potencial creativo y su máxima capacidad de memoria, estuviese dominado por el cerebro reptiliano …y tendrás un retrato robot del capitalismo salvaje. Sí, estos cráneos invertidos tienen a veces cierta apariencia reptiliana, de hecho, alguno de ellos tiene el título de “reptil creativo”. Fueron expuestos junto a un pseudocumental realizado en homenaje a Paul McLean.

En todo caso, retrotraen la representación del cuerpo a una parte muy física. Recuerdo en el inicio de esta serie, que partía de la evidencia de que estar vivo no es no estar muerto, porque nuestras estructuras orgánicas están llenas de materiales inorgánicos, y la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto es apenas un ligero dinamismo metabólico y ligado a él, la película fenomenológica de la sensorialidad y la conciencia. Digamos que cuando mueres, tus procesos corporales de intercambio de energía y materia con el mundo continúan, pero concluyen la narración fenomenológica y los intercambios de la información. Los funcionan como una radiografía material, o dicho de otra manera, la radiografía nos conduce a los huesos, nos reduce radicalmente a entidades físicas. Existe una larga tradición de representaciones craneales en la historia del arte, siempre ligados a la muerte y a la vanidad. Pensaba que era difícil hacer algo con esa figura que no fuese excesivamente anecdótico o literal. Al invertir el interior y el exterior y al fabricar una representación humana desde cráneos, tenía la sensación de colocarme también en el interior, y al mismo tiempo en el exterior, del propio cuerpo. Un cráneo invertido hace que el interior del cráneo esté fuera y el exterior del cráneo esté dentro. Algunas de esas obras cierran el exterior, convexamente, y te condenan a estar en el interior de ese cráneo, contemplando el mundo exterior –encerrado en esa pequeña concavidad, sólo a través de una mirilla. Es como la representación del límite del escudriñamiento, la destitución de la intimidad y la representación. Pues, para que exista representación, algo tiene que quedar oculto. Si no hay nada oculto tampoco hay expresión. El título «dividuos» hacía alusión a esta cuestión ligada a la subjetividad y al vínculo social en la sociedad contemporánea. La ilusión de una identidad fuerte, propia del individuo, indiviso, como un centro de voluntad y designio, es propia del humanismo y del liberalismo. Pero desde la Revolución francesa, no sólo las formas del Estado se han sometido a procesos de redefinición que han reconocido las paradojas y las tensiones constitutivas, sino también la propia subjetividad se ha sometido a una redefinición que ha reconocido complejidades que distan mucho de cualquier ilusión de individualidad. El sujeto moderno es un sujeto dividido, tanto por sus fracturas e inconsistencias internas, como por sus fracturas externas en el universo de las relaciones. De ahí que la noción del “dividuo” sea más consistente con la sensibilidad contemporánea sobre la subjetividad. En realidad, la ilusión del individuo conviene a la fantasía de una sociedad de sujetos libres, pero también y sobre todo, a las estrategias de dominio que necesitan propiciar formas de subjetividad comprensibles, homologables, predecibles, reparables, sustituibles. La individualidad convierte la singularidad en un requisito de homologación dentro del archivo expandido de identidades a la carta. La unicidad e integridad del “individuo” conviene al deseo de control, a la ilusión de un ciudadano modelo. El individuo responde a condicionamientos reflejos; el sujeto explora los vericuetos del Derecho, es decir, del espacio que existe entre lo que no está prohibido ni le es obligatorio, que desde el punto de vista psicoanalítico, es el espacio del goce, pero es también el espacio de la decisión. Por ello cuanto más individuo es el sujeto, cuanto más modélico, menos responsable. Y cuanto más una sociedad sea una sociedad de individuos, menos resultará ser una auténtica república.