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El secuestro de Descartes

Cuando en septiembre de 1649, invitado por la Reina Cristina de Suecia, René Descartes llegó a Estocolmo, no pudo sospechar que a los pocos meses fallecería de neumonía en la capital escandinava. La soberana quiso sepultarle nada más y nada menos que la iglesia de Riddarholm, en la que reposaban varios de los monarcas suecos, entre ellos su propio padre. El embajador de Francia, Chanut, apreció el altísimo honor que se pretendía para su compatriota, pero alegó la confesión católica del filósofo para evitar su sepultura en suelo luterano. El entierro se celebró finalmente de madrugada en un pequeño cementerio solitario, el Adolf Fredriks kyrka, en el que reposaban sobre todo huérfanos. Fue una tumba provisional, porque dieciséis años más tarde, el 1 de mayo de 1666, iniciaron con su traslado a Francia una aventura histórica en toda regla que ha servido de trama argumental para Russell Shorto, que ha propuesto en “Los huesos de Descartes” (Duomo Ediciones) un ensayo aparentemente extravagante pero con sólidas bases lógicas y selecta construcción literaria.

De manera casi detectivesca en el contraste de los datos, el autor ha reconstruido con todo lujo de detalles un singular periplo: cuando el féretro llegó a París, el gobierno de Luis XV no permitió una misa pública solemne por dudas con respecto a la ortodoxia de la doctrina del pensador. Sus restos se ubicaron en una cripta de la iglesia de Santa Genoveva. Durante la Revolución fueron salvados, teóricamente por Alexandre Lenoir, el creador del Museo de Monumentos Franceses. Con muchos más avatares y problemas de sustracción de piezas e identificación, hoy, a diferencia de lo que afirma wikipedia, diosa imprecisa de información incompleta, el cráneo del filósofo se conserva en el Museo del Hombre, fundado en 1937 a partir de antiguas colecciones de piezas antropológicas. El ensayo recorre varios caminos paralelos. Si antes de abandonar Suecia, se explica el robo del hueso de uno de sus dedos, es para presentar la acción como modo de obtener un recuerdo del pensador a modo de reliquia religiosa, como un objeto que salva abismos entre materia y eternidad. Pero al ir avanzado en apasionante descripción cronológica de los acontecimientos encontramos la destrucción de tumbas por los revolucionarios, del arte sagrado, que Shorto ya acompaña de la valiosa tesis central de su ensayo: La suerte de los restos mortales de René Descartes es toda una metáfora de la evolución de la filosofía moderna. Los restos ya querrán ser recuperados, pero reliquias de secularismo, como símbolos talismán de fuerza, de ciencia.

Uno de los avatares por los que atravesaron los restos del filósofo, como hemos referido, fue la separación del cráneo del resto de su cuerpo. ¿Una separación de lo espiritual del ámbito de lo material? No falta quien sigue interpretando que Descartes quiso reducir el espacio del pensamiento, las convicciones, la fe, para consagrar la materialidad a una primacía hasta entonces poco valorada. Shorto aclara que Descartes no tuvo intención ninguna de enfrentarse con sus creencias, más sólidas de lo que hoy pensamos. Más bien inauguró, sin pretenderlo una inmensa fábrica de ladrillos con los que multitud de pensadores se abonaron a la fácil construcción del muro del llamado dualismo cartesiano, eliminando de un plumazo el aristotelismo del conocimiento para afirmar que la fe no tiene nada que decir en los terrenos de la ciencia. Shorto aclara más de un punto al afirmar que el pensador galo nunca afirmó que el universo consistiera en dos sustancias, sino en tres: mente, cuerpo (es decir, el mundo material) y… ¡Dios! que, “es la garantía de que ambos puedan llegar a la verdad utilizando el poder de la razón”. 

Andrés Merino Thomas

 

“Los huesos de Descartes. Una aventura histórica que ilustra el eterno debate entre fe y razón”.

Russell Shorto

Traducción de Claudia Conde

Barcelona, Duomo Ediciones, 305 pág.
ISBN: 978–84–937030–11