Podría decirse, aunque sin demasiado afán de precisión, que fueron las transformaciones cada vez más rápidas y radicales de las tecnologías de la información y la comunicación, sumadas a la definitiva entrada en el mundo globalizado que se produjo a finales del siglo XX, las que nos permitieron tomar consciencia, no sólo de que todas las profecías -o diagnósticos- que habían hecho los teóricos de la postmodernidad, de Lyotard a McLuhan, se habían cumplido ya puntualmente, sino de que se atisbaba un más allá, de que habíamos trascendido incluso la postmodernidad y era necesario hallar de forma urgente el modo de tratar con lo complejo e irreductible, lo múltiple y diverso, lo informe y ubicuo. La publicación de «La era neobarroca» del semiólogo italiano Omar Calabrese -quien se apoyó en el canónico Renacimiento y barroco (1888) de Wölfflin- en 1994 o de la Obra Completa del escritor cubano Severo Sarduy -quien reflexionó sobre el barroco hispanoamericano en la estela de Carpentier y Lezama- en 1999  , permitió que se relacionaran algunos aspectos de la estética y la cultura barrocas con la espiral de fragmentos que caracteriza a la “cultura del video-clip” o con el carácter informe, magmático y transgenérico del ciberespacio y del mundo globalizado. Resultó llamativa, dicho sea de paso, la pobre acogida que tuvieron estas atractivas tesis en nuestro país ya que, excepción hecha de la exposición Barrocos y Neobarrocos. El infierno de lo bello   que Javier Panera comisarió en el Domus Artium de Salamanca en 2005, la interpretación que de estos fenómenos habían hecho los artistas plásticos a principios del siglo XXI -generando con sus obras un posible repunte Neobarroco- pasó casi totalmente desapercibida en España.

Tal vez por eso al visitante de esta nueva exposición de Maurizio Lanzillotta probablemente le sorprenda encontrar, junto a la sosegada y vaporosa figuración de tintes neometafísicos que el artista ha venido mostrando en los últimos años, esta pequeña selección de obras híbridas –fusión de lo digital y lo pictórico- realizadas a lo largo de la última década. Lanzilotta nos mostró por vez primera sus trabajos digitales en 2005 en la desaparecida galería Marina Miranda, aunque había empezado a experimentar con los programas de retoque fotográfico a finales de la década anterior. Recuerdo que se trataba, esencialmente, de estudios del cuerpo femenino, tema este, el del erotismo, que había centrado una parte de su obra oculta mucho antes de que su pintura derivara en esa figuración silenciosa y esencial que todos conocemos. Lo barroco, por definición, sucede a lo clásico -y lo expandido a lo sintético-, y parece evidente que el barroquismo de estos últimos trabajos –especialmente las muy recientes pinturas sobre impresión digital sobre lona- no puede obedecer más que una reacción –voluntaria o no- contra ese ascetismo, ese orden absoluto y esa rigidez geométrica que caracterizaban a la obra de Lanzillotta. Todo es ahora, habría dicho Carpentier, “horror al vacío, a la superficie desnuda, a la armonía lineal-geométrica”: aquel paisaje donde la nube se alineaba con la encina o calcaba el perfil de un conejo solitario, aquel orden paroxístico -y, por tanto, radicalmente clásico- ha dejado paso a un territorio ubicuo donde imágenes procedentes de épocas dispares y generadas de modos distintos se disuelven en una trama ornamental cuyo barroquismo –acaso precisamente porque contrasta con el carácter austero de la obra anterior del artista- es el argumento principal del cuadro.

En este sentido, resulta muy esclarecedora la lectura que de la tesis canónica de Wölfflin hizo Germain Bazin en Barroco y Rococó (1964): “El arte clásico no da la espalda a la naturaleza; es un arte de observación, pero su objetivo es superar el desorden de la apariencia y buscar una verdad más profunda que es el orden subyacente de la realidad. Las composiciones clásicas son simples y claras y cada parte constituyente es independiente por sí misma; tienen una calidad estática y aparecen dentro de unos límites. Por el contrario, el artista barroco se esfuerza por adentrarse en la multiplicidad de los fenómenos, en el flujo de las cosas y su constante devenir; sus composiciones son abiertas y dinámicas y tienden a desbordar sus límites; las formas que las componen responden a una sola acción orgánica y no pueden aislarse unas de otras. El instinto de evasión del artista barroco hace que prefiera las «formas que vuelan» a las densas y estáticas; su inclinación por el pathos lo lleva a describir pasiones y sentimientos, la vida y la muerte en su expresión más violenta, mientras que el artista clásico anhela mostrar la figura humana en la plenitud de sus potencialidades”. Como hemos comentado en alguna ocasión Lanzillotta, siguiendo puntualmente las tesis del Gombrich de Arte e ilusión (1960) y El sentido del orden (1979), se había centrado en la búsqueda de esos “modelos mínimos” o “patrones de orden” que nuestra percepción encuentra de forma automática en la naturaleza -Gombrich se basa a su vez en los descubrimientos de la psicología de la gestalt y el clásico Arte y percepción visual (1954) de Arnheim- probablemente porque, tal como demostraron Kierkegaard, Freud y Lacan, solemos necesitar ese sosiego que nos proporciona la repetición: lo regular y reiterativo, lo geométrico y comprensible, nos agrada y conforta; lo caótico e inabarcable nos perturba e intranquiliza. ¿Qué le ha ocurrido pues a nuestro mundo, a nuestro arte, al pintor?

Si para Calabrese los rasgos definidores de la cultura barroca son “ritmo y repetición; límite y exceso; detalle y fragmento; inestabilidad y metamorfosis; desorden y caos; nodo y laberinto; complejidad y disolución; distorsión y perversión”, lo neo-barroco se define como “la búsqueda de formas en la que se produce una pérdida de integridad, de globalidad, de la sistematización ordenada, a cambio de la inestabilidad, la polidimensionalidad, la mudabilidad y la mutabilidad”. Podría sugerirse que para un pintor como Lanzillotta, que ha cultivado secretamente el erotismo a lo largo de toda su carrera, los paisajes vacíos, la pintura ascética, constituían una suerte de autocastración. Pero pienso que, de un modo más general, esta barroquización de su obra evidencia un estar en el mundo que necesariamente sucede a toda búsqueda de ideales absolutos (tras la muerte de las utopías o, si se prefiere, tras la crisis de los Relatos que sustentan la modernidad, el mundo se convierte en la máxima expresión de cualquier utopía). Ha sido, por lo demás, un largo camino: entre Empty landscape o Bblindinglight, donde el texto perturba la placidez del paisaje neometafísico, y sus creaciones más recientes, como Le chatouilleur, Scatología celeste o Love & War –piezas en las que el paisaje se torna apocalíptico- o Mujer caracol, Ninfa delle alluvioni, Tocador, Tres puertas o Alcoba –donde la moderna fotografía erótica se inserta en la arquitectura clásica dando origen a un mundo sin coordenadas espaciotemporales-, hay un impresionante conjunto de trabajos y, sobre todo, una gran variedad de discursos. Desde los que se refieren a los modernos sueños de la tecnología, es decir, los paisajes y cuerpos generados por ordenador –Bellezza interiore, Cazador, Crudeltá e bellezza, Encina y nube, Les baigneuses…-, hasta los relativos a las paradojas espaciales que se derivan del diálogo entre lo plano y geométrico ornamental y lo orgánico, tridimensional y erótico -Oral-elegance, Mujer terminator, Bellezza e crudeltá del tempo…-, pasando por las reflexiones sobre el dibujo -Boccon Divino, Donnascarabocchio…-, la memoria, el concepto de decoración y de ornamento, la pervivencia de la pintura en la era digital, el cuerpo híbrido…

Las formas que las componen responden a una sola acción orgánica y no pueden aislarse unas de otras, había dicho Bazin y, así, las maravillosas figuras de Piero y Mantegna (como la encina y la nube de Maurizio Lanzillotta), recortadas y separadas entre sí, dan paso al Éxtasis de Santa Teresa berniniano y la Vocación de San Mateo de Caravaggio (y al Oral-elegance): el barroco no es exactamente fragmentación –ni mucho menos sobreabundancia de elementos-, sino participación de todos los protagonistas de la composición en un único movimiento –con frecuencia ascendente y en espiral- que los arrebata a la vez que los expulsa fuera de los límites de la obra. El neo-barroco, diríamos entonces, difiere de él en que sí se complace en lo fragmentario e irreductible, en la emulsión (un gusto por lo informe que se encuentra en el post-minimal); en la cita y el píxel, en la convivencia –o no- de los opuestos y los diferentes, la ruptura del tiempo y el espacio, la hibridación experimental de formas, sensaciones e ideas… Asimismo, el cuerpo neo-barroco será frágil y ambiguo, su sexo será tan difuso y compuesto como el paisaje en el que evoluciona; el paisaje será la suma de sus representaciones y de sus futuras –y poco agradables- vicisitudes. Lanzillotta no se ha situado en una posición cómoda: el cuadro-ventana, la pintura-refugio, dejan paso a la urgencia de ver el mundo tal cual es. Se trata, evidentemente, de un compromiso con la pintura hoy y el único modo de mantenerla viva tras el colapso de los iconos en la edad mediática.

Javier Rubio Nomblot

Exposición de Maurizio Lanzillotta
Hasta el 20 de marzo
Galería Tercer Espacio
San Pedro, 1
28014 Madrid