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Diana y Endimion

 

Sueños de rama quebrada

Andrés Merino Thomas 

Cuando Guillermo Solana expuso ante los profesionales de la prensa sus objetivos como comisario de la exposición “Lágrimas de Eros”, que nos propone en su doble sede en el Museo Thyssen-Bornemisza y la Casa de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid uno de los recorridos más metafóricos por la representación estética de un género común, pero sublime, entre las más humanas de las pasiones, no era difícil adivinar en sus palabras un cierto sentimiento de zozobra. Es materialmente imposible que el lenguaje alcance a describir lo que un ser humano puede vivir ante una obra de arte. De las ciento diecinueve obras que constituyen tan original canto alegórico, hemos realizado una primera acotación seleccionando las once dedicadas al mito de Endimion, el pastor (o cazador, o estudioso de las estrellas, según las fuentes clásicas de las que bebamos para componer la bella historia que recree la imaginación que fecunde nuestro sueño) que durmió plácido por siempre según el deseo de Selene, la diosa de la Luna (o Diana, a decir de otros autores), que pudo así contemplarle cada noche. Nunca ha despertado. Se conserva eternamente joven, querido por alguien que quizá aprendió tarde a amar pero que decidió tenerle cada anochecer, en cierta manera, junto a sí, no separarse, aunque pudiese contemplarle únicamente mientras él soñase, desde la distancia de las bóvedas celestes que no se acaban, en esa lejanía cruel que sólo las metáforas del amor permiten sufrir, cuando cada día muriese y entrase en escena la esfera que anuncia las horas de la vigilia de locos que aún creen en utopías.

Para representar la fuerza que posee el mitológico dúo fue Pier Francesco Mola quien, hacia 1660, regaló a sus coetáneos un óleo sobre lienzo en el que decidió, a diferencia de otros maestros que se habían limitado a reproducir tan sólo una redonda luna, plasmar la figura serena de la tan falsamente complacida deidad. Nos sentimos incómodos como Selene al iniciar nuestros comentarios sobre el cuadro por una figura que aparentemente no ocupa el lugar central. Ella parece asumir su posición expectante. Se recuesta sobre las nubes, y recibe y emite y goza de una luz plata que no molesta el sueño de su dueño. Nos introduce en la historia, en la triste tragedia de un amor congelado que acude cada noche a comprobar la quietud disponible, eterna pero inalcanzable, de algo que no podrá ser porque en realidad nunca fue. Endimion duerme. Apoya su brazo quizá sobre piedra fría, y con el otro cierra un corazón que saldría sin duda de su pecho si se supiera tan amado. Algunos poetas dicen que era consciente de serlo. Descansa en sombras a las que el maestro de Coldrerio opone un formidable manto en ocre, con el que una diosa infeliz quiere proteger su falso botín de amor del frío de una noche de soledades. Qué dulce paradoja: El mismo artista que había decorado la galería de Alejandro VII nada más y nada menos que en el palacio romano del Quirinal, pintando con tanto mimo el trozo de tela con el que un pretendidamente humilde cazador protege su sueño al raso. Pero ¿es mera tela? A nosotros nos parece más bien el manto ceremonial de la coronación de un emperador. El rico paño con el que un príncipe comenzaría bailes en cualquier corte europea. O el que podría vestir la regalada mesa en que se celebren los esponsales, la promesa de un amor eterno que dure dos vidas y la memoria de mil generaciones… 

Mola no deja de sorprendernos. Del mejor Renacimiento tomó el añejo recurso del perro de presa que descansa junto a su amo y simboliza la fidelidad. El can que duerme junto a Endimion es también el símbolo de la eternidad de éste en su sueño profundo ante Selene. De su espera ante la desesperada Luna que acudirá puntual cada veinticuatro horas a contemplarle desde su trono de tortura. Sabemos bien que ella jamás se atreverá a gritar desde la locura de ese rotundo no que proclaman los cielos: un amorcillo, quizá Cupido, también recostado, le indica desde el suelo, tras el cazador, que ha de mantener en silencio su desgracia y quizá vergüenza, ante otras diosas felices, de su amor no correspondido. El pintor nos propone con esa figura una representación de la conciencia de la deidad, de los límites de la propia vida o de la injusta realidad que personifica la maldición del querer que no obtiene respuestas, que lo ha dado todo y ya no sabe qué teclas pulsar. Pero a la lección magistral de Pier Francesco Mola alberga aún más broches de oro: un clavo ardiendo al que quizá se agarre quien observe el cuadro y desee ayudar a la triste imagen que en el cielo sigue fiel a su vocación de eterna mirada anhelante. Del árbol bañado en triste nostalgia, que conforma el paisaje de un dolor que desborda sin fin, arranca una rama quebrada. Nace de un tronco robusto, de madera de sueños, como los que quizá mecen los cabellos de Endimión. Un tronco que protege de vientos del pasado y adivinan un hoy, otro hoy y otro hoy, de esos que, alguna vez hemos pensado todos, construyen mañanas sólidos que nadie podrá destruir. Pero es una rama rota. Alguien la arrancó. Quizá para hacer el fuego que calienta las noches de un cazador de sentimientos. O del propio Endimión. Y sus sueños.

“Diana y Endimion” (ca. 1660)

Pier Francesco Mola (1612-1666)

Óleo sobre lienzo (148 x 117 cm)

Pinacoteca Capitolina. Roma.

 

Exposición “Lágrimas de Eros”

Comisario: Guillermo Solana

Organizan: Fundación Museo Thyssen-Bornemisza y Fundación Caja Madrid

Sedes: Museo Thyssen Bornemisza (P. Prado) y Casa de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid (Pza. San Martín, 1)

Madrid, 20 de octubre de 2009 a 31 de enero de 2010