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Iconos. La pintura sagrada

Los iconos constituyen un extraordinario testimonio artístico y religioso. Sus autores tenían que ayunar, rezar, limpiar la casa y cambiarse de ropa para iniciar la obra. Cada personaje, cada color,  las maderas o el uso del oro y la plata tienen un simbolismo especial.

María Jesús Burgueño

Según la tradición bizantina, que atribuye a San Lucas la autoría de los primeros iconos, éstos son representaciones de Cristo, la Virgen, un santo o un acontecimiento de la Historia Sagrada.

En el siglo VI, la Iglesia aprobó la veneración de los iconos que, entre los creyentes, tomaron un lugar importante en las iglesias y en la vida privada. Los iconos más antiguos datan de los siglos VI y VII y se conservan, en su mayor parte, en el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí.

El icono permite el acceso a lo trascendente a través de los ojos, porque son como alegorías con un lenguaje especial que combina la imagen y el símbolo. Ignora el espacio tridimensional a favor de la perspectiva central. Los personajes carecen de relieve y son engrandecidos en función de su rango honorífico y de su significación interna.

La sombra no es admitida en estas representaciones, Dios es Luz. La imagen de Cristo mantiene una cierta uniformidad en sus rasgos con los que aparecen en la Sábana Santa de Turín. El paisaje y la arquitectura aparecen como bastidores más o menos añadidos y toman formas individuales muy abstractas en sus relaciones de grandeza, subrayando de manera decisiva el carácter global de la escena. La constancia en los detalles representados se fija como canon.

Sobre los cimientos de una antigua colonia griega el 11 de mayo del 330 dC se funda la Nueva Roma o Constantinopla. El espíritu bizantino es imposible de comprender sin el cristianismo, el arte cristiano que aparece bajo figuras simbólicas poco a poco se concreta y personifica, se deja atrás el arte paleocristiano y se adopta el bizantino. Aparece retratado Cristo. Pero una lucha encarnizada contra las imágenes, la Guerra de los Iconoclastas, que dura casi 120 años, llega a su punto máximo cuando el emperador de Bizancio, León III, ordenó en 726 que desaparecieran todas las imágenes de las iglesias. Es el 11 de marzo de 843 cuando la emperatriz Teodora volvió a autorizar la veneración de figuras sagradas y vuelve con entusiasmo el fervor por las imágenes. Rusia, cristianizada por Bizancio en el año 988, adoptó el icono como arte religioso, convirtiéndose a partir de entonces en uno de los centros más importantes.

Un juego de miradas
Un icono no se puede entender separándolo de la fe cristiana, explica Dolores L. Guzmán Licenciada en Teología por la Universidad de Comillas. La imagen es un sacramental de la iglesia que la bendice, por lo tanto tiene que ser auténtica, bella, expresiva y teológicamente exacta. Los iconos deben cumplir tres cualidades para poder ser venerados por los fieles: Verdadera, Milagrosa y A-Cherópita (inspirada por Dios). Pintar un icono no es un simple proceso creativo. Antes de pintar un icono, el pintor debía ser bendecido para empezar su labor de creación, ayunaba (no menos de 40 días) y rezaba largamente. Además, fregaba la casa y se ponía ropa limpia. Si el icono se pintaba en un taller monacal, toda la comunidad de monjes participaba en la oración. También hay escritos razonados de cómo se deben venerar los iconos, el contenido litúrgico de las imágenes, sus referencias a los textos bíblicos y el tipo de hombre, que debía ser el pintor.

En todos los iconos aparece la misma clave para su contemplación: El juego de miradas. El punto de fuga de un icono está fuera, se sitúa en nuestra mirada porque el objetivo del icono es adentrar al que mira en el Misterio de Dios. Si observamos la mirada, por ejemplo de una Virgen, nos daremos cuenta de que siempre nos mira “Yo miro al cuadro y el Misterio me mira a mí para intentar transformar mi mirada con los ojos de Dios”. Los tristes ojos almendrados de una Virgen expresan el dolor profundo de quien sabe que su hijo morirá en la Cruz, pero también la serenidad y confianza en la Resurrección.

Las frentes siempre son grandes como signo de conocimiento y de pensamiento contemplativo. La boca pequeña representa el silencio. Las estrellas del manto de María, explica L. Guzmán, simbolizan la virginidad.  Las manos nos indican el camino que debe llevar nuestra mirada. El niño es la encarnación, la vida, el sudario en el que va envuelto representa la muerte y la resurrección. El niño, en muchas ocasiones, nos sorprende con un aspecto de adulto ya que el artista no se preocupa tampoco de las proporciones sino que busca la trasmisión del significado teológico.

Siempre nos vamos a encontrar con los tres misterios más importantes de la Fe, los Dogmas: Jesús Niño, Dios se hace hombre (Virgen con el Niño); Cristo, Misterios Pascuales (Muerte y Resurrección); y la Transfiguración. Los personajes de la Trinidad tienen la misma cara ya que es un solo Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) por norma general se sitúan alrededor de una mesa que simboliza la Eucaristía. Otras figuras importantes, añade Dolores L. Guzmán, son los Santos,  personas que se han dejado transformar por Dios y se han convertido entonces en iconos pero nunca se representarán en el mismo nivel ni tendrán la misma estatura que Jesucristo o María (para salvar esta norma en muchas ocasiones se sitúa a la Virgen o a Cristo sobre un pedestal). Los Santos están diferenciados con sus características iconográficas más representativas.

El símbolo de Sabiduría Eterna del Padre está representado en los iconos con la imagen de Cristo, Enmanuel con rostro adulto, en un círculo de gloria rodeado de ángeles, bendiciendo con su mano derecha y con el rollo de las Escrituras en la izquierda. Estas imágenes tienen sus variantes como la del Cristo en un trono de gloria, o en la solemne intercesión de los Santos, etc.

Los colores y el simbolismo

Los colores actuaban también como atributos. El color básico era el oro (luz, el centro de la vida divina.) El azul ultramar y el blanco se asignan a la Virgen (desprendimiento del mundo y el vuelo hacia Dios). El azul está presente en la túnica de la Virgen, manto del Pantocrátor, vestiduras de apóstoles y en la Trinidad. Es blanca la túnica de Cristo resucitado y El monte Tabor bañado por la luz divina (revelación y Transfiguración). El rojo de cinabrio proyecta el fuego del Verbo Divino (amor, sacrificio y altruismo). El rojo y el azul alcanzan la armonía, testimonian las dos naturalezas de Cristo, hombre y Dios. El verde (regeneración espiritual) es el color de los profetas y el de S. Juan Evangelista. El marrón (humildad y pobreza). Si los religiosos van vestidos de negro significa renuncia a la vanidad del mundo. El negro simboliza que la vida sin luz se apaga, son los aplicados a los condenados en el Juicio Final, los diablos. También es negra la gruta de la Natividad de Jesús y la tumba de Lázaro o el infierno del icono de la Resurrección. Los colores cierran un círculo de significados, entre los que cabe destacar el blanco y el oro que se complementan (los hilos de oro bordados que adornan la túnica inmaculada de Cristo resucitado.)

Con nombre propio
En las representaciones aparecen las iniciales JC (Jesous), XC (Xristós), también puede aparecer las letras griegas OWN (O, Omega, N) que significa “ Yo soy el que soy”, etc. Según la tradición judía toda la esencia de la persona está contenida en el nombre asignado a cada individuo, igualmente ocurre en los iconos en los que también es esencial e imprescindible que contengan el nombre de los personajes que aparecen, si carecen de este requisito no estarían considerados sagrados.

En la liturgia hay una relación inequívoca entre Eucaristía e imagen. “Lo que es la Biblia para las personas instruidas, lo es el icono para los analfabetos, y lo que es la palabra para el oído, lo es el icono para la vista,…” (San Juan Damasceno). Los iconos deben revelar visualmente la plenitud de lo que en el templo se realiza por la celebración del Misterio Eucarístico.

Nada se sabe de los iconos llamados de San Lucas, pero sí de sus  prototipos, antiguos textos litúrgicos evocan su recuerdo. Varias leyendas del primer icono han llegado a nuestros días: El rey Adgar de Edesa encarga a un pintor de su corte una imagen de Cristo, éste se puso manos a la obra pero por más que lo intentaba no lo conseguía, fue el propio Jesús quién cogió una sábana y, al secarse el rostro dejó impresa su imagen en el paño. El icono “San Lucas pintando el icono de la Virgen con el Niño” relata visualmente otro episodio. En otros iconos se muestra a la Virgen de pie con el Hijo Divino como posando para el pintor y a San Lucas recibiendo la inspiración de un ángel que le cubre con sus alas. Los ángeles siempre son bellos, dignos y majestuosos.

Un proceso laborioso
El propio pintor preparaba una tabla que la obtenían de la masa más próxima al núcleo del tronco del árbol y en sentido longitudinal de la fibra cortaba una tabla rectangular guardando unas medidas concretas y, durante varios años las secaban cuidadosamente (una de las pistas para datar iconos es por las señales del reverso dejadas por los instrumentos, distintos en cada época).

Un borde que rodeaba una hendidura llamada arca, tenía la función de separar el mundo visible del invisible (a partir del s.XVII la parte central se diferenciaba de los bordes sólo por el color). Sobre esta tabla se pegaba una tela (generalmente lino, posteriormente se sustituyó por papel) en la que aplicaban el fondo o levcás, éste se elaboraba con yeso y cola de pescado aplicado en varias capas y pulido con un diente de oso. Mediante unas plantillas o prórisi que contenían el dibujo del contorno de las imágenes esbozaban el cuadro mediante pincel y tinta negra, o rascando con una aguja fina.

Después doraban las superficies con láminas de oro sobre jugo de ajo, que después pulían con diente de oso o de lobo. Esta técnica que cayó en desuso a partir del s. XVII vuelve en los s.XIX y XX. La paleta del pintor contenía todos los pigmentos de procedencia mineral mezcladas sobre una base de yema de huevo y Kvas (bebida refrescante a partir de pan fermentado). Los colores se aplicaban por capas en un orden predeterminado, la primera capa sanquir (esbozo), sobre ella varias capas de ocre (técnica de ocrenización), después pequeñas capas de blanco (animación) que representan la luz.

Con unas finas líneas doradas perfila la Faz Divina, sobrepuestas a las capas de pintura,  el cabello y los vestidos de los santos (los iconos más antiguos sólo llevan luz dorada Cristo y los ángeles.) Una vez finalizado el trabajo con los colores se trazaba el dibujo de los rayos con jugo de ajo, y ayudados por miga de pan insertaban láminas de oro (luz celestial). A partir del s. XVII se utiliza oro fabricado (mezclado con aglutinantes naturales) y aplicado con pincel. El aspecto oscuro de los iconos es por el olifa (barniz de aceites vegetales), la suciedad y el hollín.