Bacon o los rayos de una obsesión

Andrés Merino

El pasado 30 de enero, durante la rueda de prensa de presentación a los medios de la gran exposición que el Museo Nacional del Prado dedica hasta mediados de abril a Francis Bacon con motivo del centenario de su nacimiento, a su comisaria, Manuela Mena, se le quebró la voz al recordar cómo le acompañó durante varias de sus visitas a la pinacoteca en sus últimos años de vida. No es extraño que sucediera así, si se mezcla la experiencia del pasado con la misteriosa e inquietante presencia de la obra de un maestro de la contradicción y la creación atormentada. Ese fue Bacon. Un creador en asfixia y hacia la asfixia. Y para recordar su aportación a la historia del Arte escogemos hoy uno de sus estudios del retrato de Inocencio X de Velázquez (1650), conservado en la Galería Doria Pamphilli.

Afirmar que Bacon se obsesionó con tan célebre pieza no es descubrir América. Pero cada reflexión sobre sus bocetos o ensayos en torno al lienzo son una escalada hacia un imposible infinito, pues supone reconocer que nunca sabremos en realidad hasta donde llegó en su pensamiento. Quizá este estudio del Inocencio velazqueño represente una vez más el estallido en mil rayos de la obsesión filosófica o política por el poder político del Pontífice. O por lo que Francis Bacon entendió que era obsesión por el poderío de la Italia renacentista. Cada trazo en amarillo es, más que rayo, el recorrido infame de una metralla, la salida a la velocidad de la luz de infinitos ajustes de cuentas con una paranoia por mandar, por imponer, por controlar. Por anular. Bacon, que había comenzado la década de los cincuenta –una vez más- con gran confusión personal, sitúa a su personaje en un entorno ficticio. A pesar de saberle entronizado en el cuadro original por los pinceles del maestro sevillano, decide ubicarlo en medio de barandillas curvas que alejan y aprisionan. Que condenan al retratado. Que lo aíslan y confinan. Es su particular sentencia. Al igual que fijar las manos a los extremos de los brazos de tan particular trono y, definitivamente, extender el velo vertical de pinceladas que trazan más sombra que luz sobre una figura en explosión. Simbólico año, 1953, el de la muerte de Stalin, para dictar sentencia en proceso estético contra otro tirano.

Sin pretender llegar más allá de los estudios propuestos con ocasión de la muestra por especialistas como Matthew Gale y Chris Stephens, es difícil asumir sin reflexión que Bacon, como ateo, esperaba ser olvidado. Una propuesta estética como la que acabamos de recorrer, que se repitió decenas de veces, en torno a la figura de un papa renacentista y la visión de otras muchas de sus obras, auténticas reflexiones sobre la antropología y la razón de ser de la persona humana, aún pretendiendo ser medallas de existencial pesimismo triunfante no pueden arrojar como conclusión que un creador así caminaba decididamente hacia la nada.

“Estudio del Papa Inocencio X de Velázquez” (1953)

Francis Bacon

Óleo sobre lienzo (153 x 118 cm)

Des Moines, Nathan Emory Coffin Collection of Des Moines Art Center (Iowa)

Exposición “Francis Bacon”

Organiza: Museo Nacional del Prado

Patrocina: Acciona

Colabora: Comunidad de Madrid

Sede: Museo Nacional del Prado (Salas A, B y C – Edificio Jerónimos)

Madrid, 3 de febrero a 19 de abril de 2009

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3 COMENTARIOS

  1. Impresionante, por lo escueto y profundo, el artículo que nos ofrece Andrés Merino sobre
    Francis Bacon y el cuadro de Inocencio X, a quien también define en muy pocas palabras.
    Gracias. Gonzalo Cuesta.

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