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España en la vida italiana del Renacimiento

Cuando el embajador de España no necesitaba traductores

Por Andrés Merino

En 1455 el anfiteatro Flavio, en Roma, acogió una corrida de toros, nadie se extrañó de tan atípico festejo. Organizado por un grupo de influyentes valencianos en honor de Calixo III, un Papa nacido en Játiva, la celebración era una muestra más de la presencia española en la más importante ciudad italiana. Pero sólo tres años más tarde, cuando la mala salud del homenajeado anunció su cercana muerte, muchos de ellos decidieron retirarse a Civitavecchia, atemorizados por esa violenta hostilidad que se alternaba, desde hacía décadas, con intensas y provechosas relaciones políticas y económicas entre las dos grandes penínsulas del Mediterráneo occidental. Y que continuaría repitiéndose años después, como recordarían quienes criticaron que diecinueve de los cuarenta y tres cardenales creados por el otro Papa Borja, Alejandro VI, fueran españoles. Datos y sucesos como estos son recogidos en “España en la vida italiana del Renacimiento”, el clásico de Benedetto Croce que unió varios de sus estudios en 1915 y ha sido reeditado ahora en España por la editorial sevillana Renacimiento.

Los ensayos del hispanista constituyen un interesante compendio de historia política y sobre todo intelectual. Si bien su mayor aportación reside en un despliegue de autores y obras literarias que atestiguan una de las más ricas relaciones culturales internacionales, llama la atención la presentación de protagonistas como Alfonso V el Magnánimo, al que atribuye haber familiarizado a los españoles con el humanismo italiano, o la presencia en Nápoles de costumbres y hasta devociones religiosas hispanas. No en vano, el monarca fue un ferviente impulsor de la canonización de San Vicente Ferrer, al que convirtió en un santo desde entonces y hoy popularísimo en aquél reino del sur. En contraste, Croce no acertó en muchas de sus valoraciones históricas, que suele presentar de forma excesivamente maniqueísta. Buen ejemplo es atribuir al mismo soberano citado la responsabilidad de lo que denomina consecuencias negativas de la implantación de la Mesta, institución que define meramente como “apoyada en el vínculo de la tierra con los pastos”, o la generalización que supone afirmar que “la literatura de la corte alfonsina era en español, porque el monarca no entendía el italiano”. Es cierto que el hijo de Fernando I de Aragón había nacido en Castilla y como príncipe (sic, pues sorprendentemente Croce no parece distinguir la dignidad de Infante) fue educado en castellano. Pero de ahí a presentarlo como opuesto a las costumbres propias del renacimiento italiano hay un largo paso. No puede dejar de ser motivo de sano orgullo que, en aquellas décadas centrales del siglo XV, escritores italianos introdujeran en sus comedias personajes españoles que hablaban en su propia lengua, o que el mismo español estuviera tan extendido en Italia que, como recuerda en propio Croce, “si los embajadores de Francia, Alemania o Inglaterra hablaban ante el senado veneciano valiéndose de intérpretes, el embajador de España, en cambio, lo hacía directamente”.

Sin olvidar lo expuesto y muchas más reflexiones en un libro escrito claramente para el debate, nos acogeremos a la propuesta de Francisco González Ríos, que en su nota preliminar a esta sostiene con rigor que España recibió de Italia, el legado y devoción por la cultura clásica. No es extraño por tanto que el humanismo español fuera, en lo esencial, hechura del italiano.

“España en la vida italiana del Renacimiento”

Benedetto Croce

Sevilla, Ed. Renacimiento, 376 pág.

ISBN: 978-85-8472-268-7