Pasión egipcia

Por Andrés Merino

El obelisco de Luxor es el monumento más antiguo de la capital del Sena, aunque se instaló en su plaza de la Concordia en 1836. Ni antes ni después de ser tallado con granito rosa de Asuán, en el Alto Egipto, en el siglo XII antes de Cristo, faraones e ingenieros pudieron imaginar que acabaría erguido a miles de kilómetros del templo para el que se creó. Pero ya entonces dispusieron de los materiales técnicos que hicieron posible que viajara: primero lo trasladaron desde su cantera y después fueron capaces de ponerlo en pie.

El cairota Robert Solé lleva años publicando el resultado de sus estudios sobre en nacimiento de la egiptología, y propone en “El viaje del obelisco”, la continuación de uno de sus anteriores trabajos, “La expedición Bonaparte” (2001). El segundo no puede ser entendido sin el primero, pues la pasión francesa –incluso británica- por la civilización del Nilo se explica en aquella aventura de arena que impulsó Napoleón con un formidable despliegue de científicos en su equipaje… De aquél amor a primera vista surgiría tres décadas después el deseo cuasi-nacional de regresar a secuestrar a la novia al otro lado del mediterráneo. A comienzos del reinado de Luis Felipe, un navío con todos los avances técnicos posibles, el Luxor, se desplazó a Egipto en una travesía bien relatada en un libro de gran interés. La pieza había sido escogida a propuesta de Champollion, el científico considerado fundador de la egiptología por haber participado definitivamente en el descifrado de las descripciones jeroglíficas de la llamada piedra de Roseta, hallada en la ciudad del mismo nombre en el margen noreste del delta del Nilo. Las dificultades técnicas fueron salvadas, pero las de orden natural no dejaron de estar presentes. La expedición no pudo “cargar” el monumento hasta que llegó la crecida anual del río, cuyas aguas hicieron posible pero no facilitaron precisamente las difíciles maniobras por sus meandros.

Pero a la descripción del elenco de incidencias que hicieron de la ruta un mar de peripecias se une el abordaje de varias cuestiones para el debate. Quizá la más importante sea la pretendida justificación histórica del propio traslado, pues la crítica al expolio arqueológico no es una novedad en la historia del arte. Aunque precisa que fue un “regalo” a Francia, Solé reproduce opiniones autorizadas. El doctor Angelin, en su descripción de la expedición, razona que el obelisco en París permanece “protegido gracias a nuestros cuidados de las amenazas del tiempo (…), viene a renovar, por así decirlo, su patente de inmortalidad entre nuestros muros”. Verninac, el capitán del navío, despliega argumentos técnicos, como “el agotamiento continuo del suelo debido a los sedimentos del Nilo”, o abiertamente nacionalistas, pues entendía que el traslado de la enorme piedra remontando el Sena “rejuvenecerá las viejas glorias de Egipto al mezclarlas con las de Francia”. Argumentos así ponen en bandeja otros menos sutiles, como que para situarlo en un París en transformación se escogió precisamente la plaza en el que en enero de 1793 fue guillotinado Luis XVI… Tampoco podemos irnos al otro extremo, el que Solé reproduce citando a Pétrus Borel: “A la pirámide le falta un cielo azul, un sol caliente, la monótona horizontalidad del desierto…”.

El debate sobre el obelisco, casi dos siglos después, no acaba con su traslado, sino su propia conservación y la instalación, pues hace poco menos de una década se le colocó la pieza superior que se supone tuvo en su origen, un piramidión dorado muy discutido en su momento pero al que ya parecen haberse acostumbrado los miles de turistas que se retratan año tras año y los muchos menos historiadores del arte antiguo preocupados profesionalmente por su conservación y restauración.


FICHA TÉCNICA
“El gran viaje del obelisco.
De Luxor a París”
Robert Solé
Barcelona, Ediciones Edhasa, 286 pág

Artículo anteriorEl Patronato del Museo del Prado nombra a Plácido Arango nuevo Presidente
Artículo siguienteMorir pensando matar en el Teatro Albéniz