Los artistas italianos que, en las primeras décadas del siglo XX, volvieron su mirada a la tradición clásica como modelo para reconquistar un lugar y un tiempo dominados por los valores de la belleza y la armonía son el centro de la exposición que se puede visitar en la Fundación Mapfre.

La pintura metafísica, a través de la revista romana Valori Plastici, junto al grupo Novecento y lo que Franz Roh denominará en 1925 «realismo mágico» serán en Italia las corrientes fundamentales del período y la expresión más clara de este clima europeo. Artistas como Giorgio de Chirico, Giorgio Morandi o Felice Casorati dirigieron su mirada hacia la tradición que volvió al arte italiano con una fisonomía nueva. Sin olvidar, además, que estas corrientes discurren en clara sintonía con la trayectoria de otros artistas que, en Europa y en América —entre ellos, Picasso, Derain o Hopper—, retomaron el realismo en un sentido moderno. Pues, tras la Gran Guerra, e identificando la vanguardia más radical con la experiencia de desorden histórico, moral y cultural, el arte se propuso, en términos generales, una «vuelta al orden», un retorno a la seguridad y la serenidad asociados a la belleza y el canon clásicos.

Con la tradición volvió también el oficio, y los géneros, que parecían definitivamente abandonados, reconquistaron su lugar: retrato, paisaje —rural y urbano—, naturaleza muerta, desnudo…, junto a motivos de claro valor simbólico y alegórico —como la maternidad, la infancia o las edades de la vida— se interpretaron con un lenguaje moderno siempre atento a la lección de los maestros del pasado y con la belleza como horizonte.

Recorriendo este escenario, la exposición reúne más de un centenar de obras representativas tanto de los autores clave de la pintura metafísica —Giorgio de Chirico y su hermano, Alberto Savinio, Carlo Carrà, Filippo de Pisis o Giorgio Morandi—, como de los artistas del grupo Novecento —Mario Sironi, Leonardo Dudreville, Achille Funi, Anselmo Bucci, Ubaldo Oppi, Piero Marussig o Gian Emilio Malerba— y de aquellos que no dudaron en caminar hacia lo que conocemos como realismo mágico entre los que destacan Felice Casorati, Antonio Donghi, Ubaldo Oppi y Cagnaccio di San Pietro—, cuyos frutos se unen en parte a la nueva objetividad alemana. Junto a sus obras se presentan las de otros artistas —como Pompeo Borra, Massimo Campigli, Gisberto Ceracchini o Marino Marini— que, si bien no se adscriben a ninguno de estos movimientos en concreto, se mueven en el ámbito de la misma poética.

La muestra ha sido organizada en colaboración con el Mart, Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto, y cuenta con préstamos de numerosas colecciones particulares e instituciones internacionales, entre las que cabe destacar la Pinacoteca di Brera, el Museo del Novecento de Milán, el Musée d’Art Moderne de la Ville de París, la National Gallery de Praga o el Museo Morandi, entre otros.

El recorrido de la exposición se articula en siete secciones que analizan el origen del retour à l’ordre en Italia. Una llamada al orden que parte de la metafísica, expresada a través de la revista Valori Plastici, el grupo Novecento y el realismo mágico.

Tendencia, esta última, que responde más a un cierto espíritu de época, común a algunos artistas como Felice Casorati y Cagnacio de San Pietro que a un grupo entendido como tal.

Metafísica del tiempo y del espacio
Padre de la pintura metafísica y defensor de un arte evocador de la gran tradición clásica y renacentista, Giorgio de Chirico anticipa, ya desde 1910, el sentimiento de nostalgia nacido de la mirada al pasado que va a impregnar toda la pintura europea durante los años veinte y treinta del siglo XX. Como en una escena teatral, en sus obras, los objetos cotidianos se mezclan con elementos clásicos, vaciados de estatuas o bustos que remiten a ese sentido de lo antiguo del que gustaba el pintor. El tiempo y el espacio carecen de referencias ciertas. Las alusiones se mezclan y confunden y el sueño parece crear imágenes simbólicas aunque inexplicables.

Tras estudiar en Múnich y visitar París, entre 1915 y 1918, durante la 1ª Guerra Mundial, De Chirico se instala en Ferrara, donde vive también su hermano Alberto Savinio, y ambos hacen amistad con Filippo de Pisis y Carlo Carrà. El encuentro de estos artistas en dicha ciudad y su atmósfera marca definitivamente el camino hacia el que se dirige el arte italiano. Entre 1918 y 1919, Giorgio de Chirico pinta su Mélancolie hermétique [Melancolía hermética], 1918-1919, que se relaciona con algunos de los bodegones de Morandi, en los que el boloñés introduce también la idea del cuadro dentro del cuadro.

Por su parte, Carlo Carrà, plantea su interpretación metafísica del tema del bodegón en una composición de objetos cotidianos aparentemente incongruentes en obras como Composizione TA (Natura morta metafisica) [Composición TA (Bodegón metafísico)], 1916-1918. La etapa de la pintura metafísica, que cuenta entre sus características con la falta de referencia espacial o temporal en sus composiciones, llegará a su término en los años veinte, cuando sus protagonistas se ven atraídos por un clasicismo moderno y un regreso al oficio que los lleva a inspirarse en la pintura de los grandes maestros, de Giotto a Paolo Uccello, de Piero della Francesca a Masaccio.

Evocaciones de lo antiguo
En 1922, en torno a la figura de la crítica de arte Margherita Sarfatti, nace el grupo de pintores conocido bajo el nombre de Novecento, compuesto por Mario Sironi, Achille Funi, Leonardo Dudreville, Anselmo Bucci, Ubaldo Oppi, Piero Marussig y Gian Emilio Malerba. Lombardos de residencia, inauguran su primera exposición el 26 de marzo de 1923 en la galería de Lino Pesaro de la Via Manzoni de Milán, pero no son reconocidos oficialmente como grupo hasta que exponen, de forma colectiva, en la Bienal de Venecia un año después. Sironi presenta cuatro cuadros con figuras, entre ellos el Architetto [Arquitecto], 1922-1923 y Nudo con fruttiera (Venere) [Desnudo con frutero (Venus)], ca. 1923. En la primera, el capitel corintio, la vasija, el compás, las formas rotundas, nos remiten, de forma simbólica, a un pasado lejano y eterno.

En esta línea, Gino Severini realiza los paneles decorativos para la Maison Rosenberg, dos de los cuales podemos ver en la exposición: L’equilibriste (Maschere e rovine) [El equilibrista (Máscaras y ruinas)], 1928 y La leçon de musique [La lección de música], 1928-1929. En ellos, los personajes de la Comedia del Arte, Arlequín y Polichinela, muy queridos también por el Pablo Picasso de la vuelta al orden, pueblan una escena dominada por las ruinas de un templo clásico, metáfora de un tiempo lejano, que aún hoy perdura.

En la Bienal de 1924, también expone el pintor Pompeo Borra, de una generación sucesiva a la de los fundadores del Novecento. En el retrato que Borra hace de su amigo Achille Funi de medio busto, que podemos contemplar en la exposición, el pintor evoca a Giorgio de Chirico por medio de la arquitectura y la estatua del fondo. Y es que estos artistas realizan un clasicismo moderno a partir de la contemplación de los viejos maestros: pulcritud, linealidad y acabado en el dibujo, sencillez en las composiciones y la huida de todo aquello que pueda resultar oscuro o apasionado son algunos de los principios que les mueven.

Así, con un ojo puesto en el cubismo y otro en los primitivos, crearán un arte que se basa en el mundo de las ideas frente al mundo de los sentimientos y las sensaciones.

Regreso a la figura. El retrato
Durante los años veinte del siglo pasado el interés por la realidad objetiva de los artistas italianos se tradujo, entre otros aspectos, en una “vuelta al oficio”. Giorgio de Chirico fue uno de los primeros en interesarse por los antiguos maestros, las distintas técnicas y los distintos modos de imprimación de una tela, de preparación de un muro… Esta “vuelta al oficio”, implicó también una vuelta a los géneros tradicionales de la pintura y de entre todos, el retrato se convirtió en el protagonista. “Esta costumbre de presentar los retratos cerca de puertas y ventanas fue un sentimiento profundo entre los antiguos, sentimiento que los modernos […] aún no han entendido bien”, señalaba De Chirico en 1921. Ritratto di fanciulla (Testa di fanciulla) [Retrato de muchacha (Cabeza de muchacha)], 1921, es una de estas obras inspirada en la pintura del Cinquecento, heredera de las pinturas de Durero, Miguel Ángel o Rafael.

Otro de los que se acerca a la lección de los primitivos es Felice Casorati. No sólo en la esencia de las formas, también en la geometría, pero sobre todo en el sentimiento de estupor que impregna retratos como el de Antonio Veronesi y el más conocido, el de su esposa Teresa Madinelli, 1918-1919. Antonio Donghi, Ubaldo Oppi o Piero Marussig se unen a este gusto por el retrato en clave clásica, pero es la herencia etrusca de Massimo Campigli la que más destaca en esta mirada moderna al pasado. Le due sorelle, 1929 por citar un ejemplo, reproduce incluso, a nivel técnico, el tratamiento de la materia, seca y opaca como la de un fresco.

El desnudo como modelo
El tema del desnudo tiene una amplia difusión. No sólo en la pintura italiana, también en la europea e, incluso, la norteamericana de los años veinte y treinta, que participa de esa mirada renovada por el ser humano que caracteriza la poética de la “vuelta al orden” – pensemos en Hopper-. “Volver a situar al hombre en el centro del mundo, volver a hacer del cuerpo humano la medida del mundo, tal es el primer deber del arte moderno si se quiere recuperar sus leyes, ritmos y razones” señalaba Ugo Ojetti en la presentación de la exposición Venti artisti italiani en 1924.

El ejemplo más claro de este interés por el desnudo es quizá Felice Casorati, que realiza una serie de pinturas donde el desnudo femenino es objeto de una relectura personal de citas del pasado. En Concerto [Concierto], 1924, una de sus obras más conocidas, la tensión entre el tiempo presente, en el que están realizadas y el lenguaje clásico que utiliza, confieren a la pintura casi una dimensión mágica.

Además de las referencias a obras como Masaccio o Rafael, La Venus de Urbino de Tiziano es otra de las obras más admiradas por los artistas italianos, cuyo eco encontramos en la escultura de Marino Marini, Pomona sdraiata [Pomona recostada], 1935 o en la Venere addormentata [Venus dorminda] de Piero Marussig. De forma paralela a estos desnudos que evocan un pasado eterno, otros artistas como Cagnaccio de San Pietro realizan obras que, si bien formalmente mantienen las mismas características que los anteriores, ofrecen resultados radicalmente opuestos, pues son obras cargadas de un fuerte contenido social. En este sentido, realiza Primo denaro [El primer dinero], 1928, parte de una trilogía, que, con una factura inspirada en el Quattrocento veneciano, denuncia la degradación de la sociedad contemporánea.

Paisajes
Si los pintores “que volvieron al orden” miraron al hombre e hicieron del retrato uno de los géneros más populares, el lugar en el que el que la vida se desarrolla, el paisaje, ya sea éste urbano o industrial, también adquiere gran relevancia. Mario Sironi, Carlo Carrà o Giorgio Morandi fueron algunos de los que cada uno desde su visión personal, pintaron vistas urbanas y paisajes rurales con unos valores plásticos y pictóricos basados en la tradición. Tras su breve paso por el futurismo, Mario Sironi se instaló definitivamente en Milán, y a mediados de los años diez realizó una serie de vistas de la periferia como Periferia con camión de 1920, en los que la geometría, muy marcada y los colores ocres y grises expresan una implacable soledad.

Por su parte, desde mediados de los años veinte, Carlo Carrá se dedicó con intensidad a la contemplación de la naturaleza. Varallo Vecchio, 1924, muestra, al igual que el Paesaggio [Paisaje] de 1929 de Morandi, la lección de Cézanne, pero además refleja lo aprendido durante los años de Valori Plastici: el carácter eterno e inmutable de las “cosas corrientes”. Si Carrà se acerca, en esta dirección, a la poética del Realismo Mágico, ésta encuentra su verdadera expresión en las obras oníricas de artistas como Gigiotti Zanini, arquitecto y autor de numerosos edificios neoclásicos del Milán de los años veinte, Gianfilippo Usellini, que también contribuyó a la renovación urbanística de la ciudad italiana, Antonio Donghi o Cagnaccio di San Pietro.

Las calles de las ciudades, los edificios, los peatones, los puentes y la naturaleza son temas recurrentes de la nueva figuración, en una especie de alegoría de lo real que termina produciendo en nosotros un sentimiento de inquietud y, en muchas ocasiones, de melancolía. Melancolía no por lo que se ha perdido, sino por lo que parece que no va a poder ser.

La poesía de los objetos
En esta vuelta a los géneros tradicionales, no podía faltar la naturaleza muerta. Ya con anterioridad, Cézanne, uno de los ejemplos a seguir por los artistas «que volvieron al orden», sintió predilección por este género. Pues el bodegón ofrecía la posibilidad de un dibujo mesurado y un equilibrio entre los elementos, que, trabajados con esfuerzo, revelarían sus formas geométricas y sus volúmenes, principales objetivos de esa vuelta al clasicismo moderno. El bodegón es, precisamente, un ejercicio para el pintor que desea concentrar su atención en la naturaleza de las cosas y centrar su trabajo en la representación, transmitiendo la apariencia de los objetos. Tal es el caso de Morandi, que hace de la naturaleza muerta el eje de toda su pintura. La botellas, los candelabros, el molinillo de café de Natura Morta [Naturaleza muerta], 1929, resultan casi un pretexto para hablar del lenguaje pictórico.

Objetos despojados de cualquier anécdota, casi vestigios de vida, si tal cosa puede decirse de unas botellas, que encierran en sí mismas todo su significado. Como si de un mundo de pintura silenciosa, en permanente espera, pudiera hablarse. Solemnes y silenciosas son también las atmósferas que evocan las mesas puestas de Severini, que nos recuerdan a la costumbre griega y luego romana de disponer ofrendas en una mesa de la habitación del invitado como ocurre en Nature morte avec mandolina [Bodegón con mandolina],1920.

Bodegones de ascendencia cubista – Natura morta [Naturaleza muerta], 1912 de Antonio Donghi- gafas, langostas – Natura morta con aragosta [Naturaleza muerta con langosta], 1938, de Cagnaccio de San Pietro-, flores que surgen de fondos oscuros recordándonos la deuda nórdica de este nuevo clasicismo – Vetri di Murano [Cristal de Murano], 1925, de Ubaldo Oppi, Argento [Plata], 1917, de Leonardo Dudreville-, resultan indispensables para las escenas de interior en las que la vida se desarrolla. Las frutas de Donghi, casi artificiales, nos llevan a una idea de fijeza, de ausencia de vida y de inmovilidad, que explica el otro nombre que se aplica a los bodegones: naturaleza muerta, un género que se ubica más allá del discurrir del tiempo.

Las edades de la vida
En 1916, un año antes de que Picasso realice su telón para el ballet Parade, Severini retrata a su mujer e hija como si de una maternidad se tratara. Podemos decir que con ambas obras se inaugura, al menos de idealmente, la vuelta al orden. Siguiendo este ejemplo, maternidades, ancianos, la infancia, serán motivos comunes en la pintura italiana de estos años. «Sano, relleno, redondo y colorado como una fruta de primavera, con la cabeza coronada de rizos de oro», como lo describe el propio Casorati, representa el pintor a Cesare Lionello en 1911, una obra que transmite la alegría y dulzura del mundo infantil. De carácter opuesto es el Ritratto di Renato Gualino [Retrato de Renato Gualino], del mismo Casorati, que, presentado en la Bienal de 1924, hace homenaje a las poses antiguas, como si de un joven rey del Quattrocento se tratara. El niño, peinado a lo paje, aparece sentado; un paño le sirve de capa y un bastón, de cetro. La cortina rosa parece simbolizar un telón, el del teatro de la vida, en el que la infancia se ve amenazada por el discurrir de la vida adulta.

También, el mármol de Adolfo Wildt interpreta de forma magistral la infancia. El niño sostiene delicadamente entre los dedos el hilo de su propio destino, un hilo de oro que le ciñe el cuello y que da título a la obra: Filo d’oro [Hilo de oro], 1927. Tanto el tríptico de Cagnaccio di San Pietro Madre. La vita. Il dolore. La gloria [ Madre. La vida. El dolor. La gloria], 1923, como Una persona e due età [Una persona y dos edades] de Achille Funi, fueron presentadas en la XIV Bienal veneciana de 1924. Ambas, con ecos de Mantegna, expresan las edades de la vida. Obras cargadas de sentimiento, generan una fuerte sensación de melancolía y tristeza, de espera. Un sentimiento de espera, de tiempo detenido, que impregna a toda la pintura de la vuelta al orden en Italia.

Datos de interés:
Retorno a la belleza. Obras maestras del Arte Italiano de Entreguerras
Fechas: 25 de febrero al 4 de junio de 2017
Lugar Paseo de Recoletos 23
Comisarios Daniela Ferrari, conservadora del Mart, Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento Rovereto y Beatrice Avanzi, conservadora del Musée d’Orsay. Producción Fundación Mapfre y Mart, Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto.

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