Álvaro Bermejo

En 20.000 leguas de viaje submarino, la célebre novela de Julio Verne, hay una escena que resulta particularmente evocadora: aquella en que los tripulantes del Nautilus emprenden un peregrinaje por el fondo del mar para visitar el cementerio donde yacen sus camaradas muertos. El suyo no tiene nada que ver con el de Paul Valery. No, no tiene nada de romántico. Los del Nautilus son, se podría decir, los primeros mártires de la civilización hipertecnológica que vaticinó Verne en sus novelas de anticipación científica. Se trata, por tanto, de nuestros verdaderos precursores. Unos y otros, sin embargo, comparten una suerte lirismo abisal que abraza nuestro mundo por sus dos extremos y que encuentra en la obra de Alfredo Bikondoa una alegoría tan estéticamente poderosa como absolutamente elocuente.

Vivimos algo muy parecido a un tiempo final que se nos anuncia por medio de profecías mayas, vaticinios esotéricos y hasta macroeconómicos. Abrimos los periódicos, nos conectamos a los informativos. “El mundo se hunde”, este parece ser el mantra dominante que se repite una y otra vez a todas las escalas. Pero, pese a todo, seguimos navegando. Unos dicen que sin rumbo, otros que sin esperanza.

No debe ser casual que por estas fechas también conmemoremos el primer centenario del naufragio del Titanic. Otro emblema de la gran Europa industrial del hierro y el acero que emerge de las profundidades con toda la fuerza de una profecía autocumplida. El Titanic se fue a pique un 15 de Abril de 1912 tras impactar con un iceberg. Según cuenta la leyenda, mientras el formidable crucero se hundía en aguas del Atlántico norte, la orquesta siguió tocando sus valses sobre cubierta. Hasta que le llegó el turno al Dios salve a la Reina.

¿Quién nos salvará a nosotros?, nos preguntamos. Tenemos la respuesta ante nuestros ojos. Hay algo en la obra de Alfredo Bikondoa que se repite en sus lienzos, en sus esculturas, en sus instalaciones, y sobremanera en los dioramas que componen su Cementerio Marino. Entre estos escenarios de desolación, las ruinas de lo que fuimos, sobrenada un canto dirigido a la conciencia. No, no es precisamente un vals, ni un Dios salve a la Reina. Escuchamos la sinfonía de las profundidades, que se abre con un solo de violín, al que sigue un piano, y luego un coro de ballenas azules, y al fin una luz. Una luz melodiosa, suave, acariciadora. Una luz entre la herrumbre de todo lo que yace en el fondo de nosotros mismos, mientras lo contemplamos, como ahora mismo, desde una tranquilizadora superficie. A salvo.

Esta instalación no se comprendería sin ese juego interactivo: visión exterior, desde la superficie, e inevitable inmersión en ese abismo de cristal que nos succiona hasta las raíces de nuestro ser. “¡Se alza el viento!, escribe Valery, “¡Tratemos de vivir!”. Bikondoa nos invita a hacerlo caminando sobre las aguas, sin nostalgia por lo que queda atrás. Sólo esa mirada desnuda que abarca un mundo sumergido, pero también un mar transparente, habitable, casi respirable. El mismo que, según el Génesis, es Promesa, Elección y Alianza, el Origen de Todo.

Alfa y Omega, por tanto, Final y Principio, el Cementerio Marino comprende en su poética un análisis bien certero, tanto del mundo actual como del de cada uno de nosotros. Zambullámonos sin miedo en sus aguas profundas, caminemos entre los esqueletos de los grandes trasatlánticos que fuimos. El Titanic y el Nautilus están ahí. Pero también  todo el lastre de una vida que durante demasiado tiempo navegó a la deriva. Basta desearlo para que un tiempo nuevo asome sobre la quilla, al fondo del horizonte. Belleza es la palabra mágica. Paul Valery diría que rima con Inocencia. Pronúncialas una sola vez y verás que también es posible respirar en el fondo del mar.  Hay vida más allá de la herrumbre sumergida. Hay un cielo nuevo que se anuncia entre las ruinas. Aun severamente dañado por el obús de la crisis, el barco que nos lleva seguirá navegando. “E la nave va”, dijo Federico Fellini. Ya no nos importa el lugar del destino. Después de un naufragio como el nuestro, lo único importante es continuar  el viaje. A través de la obra de Alfredo hemos descubierto que los hundimientos, los pecios y las pérdidas, también acreditan una poética insumergible. La estrictamente necesaria para salir a flote de nuevo, y seguir navegando en busca de otro mar que, a fin de cuentas, nunca ha dejado de ser el oscuro y luminoso interior de nosotros mismos.

Texto de Álvaro Bermejo que ha escrito con motivo de la nueva exposición de Alfredo Bikondoa  titulada “El cementerio marino. Homenaje a Paul Valery”. Se trata de un conjunto de obras cuyo centro lo forman tres grandes esculturas. Un muro y unas cruces que se erigen en el fondo del mar, un cementerio donde el hombre ha dejado su huella. Estas tres esculturas dan paso a un entorno de emociones encontradas guiadas a través de obras realizadas con técnica mixta y donde la fotografía adquiere un sentido poético al traducir las palabras del poeta Paul Valery en imágenes que no dejan indiferentes al visitante.

Las obras de Alfredo Bikondo, tras su paso por el Museo Marítimo Ría de Bilbao,  se podrán ver en Biarritz, Costa Atlántica Francesa, Mónaco y Cuenca. Hace ahora un año que la pintura de Bikondoa compartió sala con el artista malagueño Pablo Picasso en Jean Paul Perrier Fine Art Gallery en Manhattan, New York, en donde mostró una selección de obras de la serie “Diez mil diosas”.

Datos de interés:
Alfredo Bikondoa
El cementerio marino. Homenaje a Paul Valery
Museo Marítimo Ría de Bilbao (Muelle Ramón de la Sota, 1 – 48013 Bilbao – Bizkaia)
Fechas: Se puede visitar desde el 3 de abril al 10 de Junio de 2012
Inauguración oficial: 18 de Abril de 2012

Komisarioa / Comisario: Izíar Montes

Antolatzailea / Organiza: Museo Marítimo de la Ría de Bilbao

Kolaboratzailea / Colabora : Ayuntamiento de Bilbao

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